El subtítulo pudiera ser Érase una vez, una cierta clase de cine.
Sergio Leone (1929-1989)
Érase una vez en América trata sobre la culpa: ese timbre de teléfono al inicio, que resuena en la mente de un De Niro traidor… Trata sobre los sueños, no solo del americano: es que hasta de ese antro chino, donde alguien se acuesta a fumar opio y descansar, bien podría emanar una historia que en realidad es una ilusión. Pero también trata sobre el honor, la amistad, el amor y, algo más complejo e interesante, sobre el honor, la amistad y el amor traicionados.
Vista desde fuera, como sucede con mi teoría opcional de la trama soñada, la propia película es también la edificación de un imposible: lograr material fílmico a la altura del imperio cuyo ascenso y caída narra. El imperio de Aaronson y Bercowicz, los raterillos judíos que no conocían el miedo al fracaso. Pretexto para rodar en grande y tocar de cerca, una vez más. Drama humano de coloso metraje. Una épica del hampa como nunca el mundo había visto. Nunca, ni en manos de Coppola. Un sueño de Leone, digno de él.
Para alguien tan entregado a la religión del cinematógrafo, una década de preparación antes de su proyecto cumbre es poco. Durante todo ese tiempo, los retoques de guion y el perfeccionamiento mental del rodaje valieron la pena: lo que salió al mundo en 1984 equivalía en fotogramas por segundo a la energía comprimida por años dentro de su autor. Una obra magna que, como a su protagonista abyecto y criminal, a mí me obligó a volver sobre mis pasos y meterme en ella de nuevo. En menos de una semana. Saboreé entonces la gloria que me intimidó tanto la primera vez, como le sucede a él con el sexo a lo largo de la trama, como nos sucede a todos: primero tímidos y luego intensos han sido mis contactos con C’era una volta in America.
No me extrañó que unos amigos, hace unas semanas, me confesasen haberse aburrido con ella. Si no aburrimiento, al menos un desconcierto también sentí yo durante buena parte de su duración en mi primera mirada. Por eso confío en el poder de segunda convocatoria que ciertas cintas ejercen sobre nuestra mirada, hasta que las volvemos a apreciar y nos detenemos en detalles que nos hacen la experiencia más amena y disfrutable, a veces hasta más redonda. Suertudos los que caen hechizados a la primera. Como, por ejemplo, otros amigos que son sensibles a la estética mafiosa y desde el minuto uno abrazaron con más entusiasmo que yo la propuesta de Leone.
Dice mi papá que él la vio estrenada en su tiempo, según el montaje alternativo, el que empieza con los personajes en su versión ragazzi. Me alegro que aun así le haya encantado desde siempre, porque la verdadera inicia de forma tan rara como antes he descrito (el gangster David “Fideos” Aaronson, interpretado por Robert De Niro, se droga en el vano intento de superar el chivatazo que ha dado contra sus compañeros), para luego adelantarse y regresarse en el tiempo con una fluidez flashback-forward que me deja simplemente perplejo. En cambio, un montaje clásico en función de una historia lineal, la típica sobre jóvenes que ascienden en el gremio mafioso hasta su decadencia, te roba el misterio y la atracción fatalista que impregna a Érase una vez… desde el arranque.
En efecto, la apertura dramática consiste en que Fideos es buscado como una rata traidora por todas partes. No tiene dónde esconderse. A duras penas consigue escapar del antro chino, cuando casi presiente la muerte silueteada como un par de matones. Su tormento es un Shakespeare puro en lugares impuros. Tanto así que, al comprar un boleto de ida, no tiene idea de hacia dónde ir; es el empleado de la estación quien le sugiere “¿Buffalo?” como opción. Hay también una maleta en el asunto; poco antes de su partida, la busca y la abre como si fuera a contener billetes… y se aleja de ella más abatido de lo que estaba, porque resulta que contiene solo un bulto de periódicos. ¿Qué ha ocurrido aquí? Me atrapaste, Sergio.
Por si fuera poco, como enlace entre este trepidante comienzo y lo que está por venir, Leone ejecuta la primera elipsis de muchos años en el argumento cuando hace a De Niro pararse frente a unos cristales y, por la magia del corte, reaparecer de pronto allí mismo con el convincente aspecto de un viejo. Se mira, como si el tiempo no hubiese pasado y se descubriese, y aceptase, sexagenario. El trabajo de maquillaje de este film es de los más extraordinarios que conozco. Lo que expresa el actor a través del rostro, aunque inamovible, te empieza a emocionar aunque no lleves más de 20 minutos sentado ante la pantalla. Instrumental de Yesterday apuntala las notas melancólicas, tan acertadas como la versión de Amapola que nos deleitará más adelante. Solo por esto tu película es de mis favoritas, Sergio.
A partir de entonces, un guion hilado hasta lo sublime, humano hasta el corazón, nos conduce por los vericuetos de una amistad de leyenda: entre los jóvenes Fideos (Scott Tiler, el proto De Niro perfecto), Max Bercowicz (un tal Rusty Jacobs que en nada desmerece al magnífico James Woods de la adultez de su personaje) y el resto de sus compinches, encarnados por una entrañable panda de chicos y, una vez crecidos, por dos perfectos candidatos a esta clase de papeles: el malogrado James Hayden y el habitual secundario William Forsythe. Resumo así el casting que concentra en su hacer los conceptos tan anticonvencionales del bien y del mal, del honor y la lealtad, que sedujeron a Leone en su visión de lo que contaría.
Un lugar especial también ocupa Deborah. Primero, una impresionante Jennifer Connelly de unos 12 o 13 años. Más tarde, la impresionante Elizabeth McGovern de veintipocos, pero que aparenta incluso menos, de lo angelical que parece. El baile al son del gramófono entre los sacos del almacén y el reencuentro en la madurez con Fideos son posiblemente los puntos álgidos del personaje en pantalla, por encima de otros no menos memorables. Ahora mismo recuerdo su despedida en tren, que está a la altura de los grandes aprovechamientos de este medio de transporte (pantalla adentro) en el séptimo arte. El humo que todo lo envuelve, el chirriante adiós de los vagones, el rostro bello que entre ellos se pierde…
Hasta su hermano, el Gordo Moe, merece también reconocimiento por la parte sentimental que juega. Y el pequeño Patsy, decidido a pagarse el desvirgamiento a cambio de un dulce, en el que se ha dejado sus escasas ganancias… y sentado en la escalera, a las puertas de su ramera inaugural, le puede más el hambre que la libido y devora el alimento. Poco a poco, sin ser visto. Primero una esquinita. Luego otra. ¡Bravo, Morricone, conduces esto muy bien! Después, a envolverlo de nuevo… pero se queda mirándolo. Imposible, ya se inventará algo para quedar bien con la calenturienta Peggy: ahora toca echarle más al estómago.
Creo que, a pesar de la saga El Padrino, los dos Caracortada, Al rojo vivo, El año del Dragón, Los violentos años 20, Cotton Club, Pandillas de Nueva York, High Sierra, Carlito’s Way, El enemigo público, El pequeño César, Ángeles con caras sucias, Borsalino, etc., dentro del género gangsteril no he hallado jamás tanta belleza concentrada como en Érase una vez en América.
A la par de El Padrino II quizá, para mí se trata de la pieza definitiva; tanto por el abanico histórico que abarcan ambas como por la propia calidad estructural y narrativa que las sostiene. Tan complejas, demoledoras y hermosas, aunque curiosamente con la tercera de los Corleone esta comparte una vocación musical rotunda que no he vuelto a hallar en el género. Y, aunque sea Leone un titán del western ante todo, la considero su mejor película. Dentro de una filmografía donde todas, salvo la también estupenda El coloso de Rodas, pudieran llevar el sello de “la mejor película”. Últimamente prefiero ¡Agáchate, maldito!, creo que incluso es la que toca el techo leoneano en materia de flashbacks oníricos que te erizan la piel… hasta que llego a las tres horas con 23 minutos de Érase una vez en América.
¿Qué ocurre a las tres horas con 23 minutos? Pues una serie de ideas, comprimidas en el encuadre, como si el director nos retara a no emocionarnos con lo que nos tiene preparado en tan poco tiempo. Son, como digo, varios elementos y todos adecuadamente solemnes.
Es el momento de confrontación.
La pistola sobre la mesa.
El recuerdo que aflora a las pupilas.
De Niro frente al fantasma.
La verdad sobre aquella traición.
Morricone en sinfonía desatada.
Las mil razones para tirar del gatillo y la única para no hacerlo…
Todo esto lo vives en el vigésimo tercer minuto de la tercera hora, a menos de un cuarto para que acabe la obra testamentaria del autor de la Trilogía del Dólar y Érase una vez en el Oeste. Es uno de esos destellos de sensibilidad en medio de la genialidad, como tocados por la mano de Dios, con los que se te agolpan más sentimientos que planos delante. Y, junto a Alas de águila (John Ford) y la propia ¡Agáchate, maldito!, uno de los instantes donde el rostro de un personaje, acompañado por excelsa música, encadena con su memoria emotiva para rompernos por dentro a los de la butaca en la sala oscura.
¿He dicho ya que De Niro está inmenso, mejor para mi gusto que en actuaciones más reputadas? Fíjense en sus ojos siempre que puedan, sobre todo en planos tan convencionalmente encuadrados y montados que no parecen los idóneos para reforzar su interpretación, ni para resaltar su combustión interna. Pero esta existe, está ocurriendo todo el rato y en algunos ratos más que en otros.
Poquísimo antes del cierre, cuando pasan junto a él un par de autos con el God Bless America de fondo, la superposición contradictoria y desengañada que se produce entre su mirada y la canción estremece. No tengo otra palabra: estremece, una y otra vez, ante mí.
Haré que pronto me cuentes de nuevo la historia, Sergio Leone, de lo que había una vez en América. Tu América, la de tus sueños y tu final.
Ficha técnica
Título original: C’era una volta in America, Once Upon a Time in America; Año: 1984; País: Italia, Estados Unidos; Dirección: Sergio Leone; Producción: Arnon Milchan; Guion: Leonardo Benvenuti, Piero De Bernardi, Enrico Medioli, Franco Arcalli, Franco Ferrini, Sergio Leone; Música: Ennio Morricone; Fotografía: Tonino Delli Colli; Reparto: Robert De Niro, James Woods, Elizabeth McGovern, Scott Tiler, Rusty Jacobs, Jennifer Connelly… Duración: Tres horas con 39 minutos (montaje recomendado)