Ahora vivo aquí, pero recuerdo la primera vez que dejé mi casa para venir a Matanzas, vine a conocer a un primo con apenas unas semanas de nacido. La sangre es una de las razones por las que estamos dispuestos a despojarnos del pedacito de mundo en que hemos caído, con tal de conectar y reconectar con hermanos, primos, tíos, padres o abuelos. Han pasado más de 10 años desde aquella visita de bautizo, cuando subí hasta la barriada de René Fraga.
Ahora vivo aquí, pero cuando era un niño el mundo se reducía al continente que conformaban las distintas habitaciones de mi casa. Como un pequeño Magallanes exploraba los países de la cocina, el garaje o el cuarto de mis abuelos. Fueron las primeras bases y sucursales de mi imaginería infantil: una cama podía ser un fortín y un closet, una cueva. El continente se fue separando por océanos de carreteras, paradas, gente pidiendo botella y postes eléctricos que se aparecían mientras viajaba. Nunca pensé que esta ciudad sería puerto de mi vida o que todavía soy capaz de perderme por sus calles.
Ahora vivo aquí y he aprendido que si Dios no quisiera que nos moviéramos no nos habría dado piernas, y en caso de no tenerlas hubiéramos inventado con qué movernos. Tan incontrolables han sido nuestras ansias de explorar, que intentamos conquistar el mar, y Neptuno, sabiendo reconocer nuestra osadía, nos concedió el conocimiento de los cuatro puntos cardinales y las mareas; quisimos lograr lo mismo con los cielos, y las aves nos dejaron compartir sus vientos montados en dragones de metal; y la tierra siempre fue la más caritativa: cuando queríamos trasladarnos nos dejó construir caminos.
Ahora vivo aquí, y han pasado años desde que esta ciudad se convirtiera en el eje de mi adolescencia y primera juventud. La Carlos Marx me abrió sus puertas y con ello empezaron las cacerías por una bandeja de comida que alguien no había sabido aprovechar al máximo, las madrugadas de debates por saber quién era la muchacha más atractiva del aula, o las historias que nos poníamos de acuerdo para contar los fines de semana cuando tocaba oncena; la de Mengano no podía coincidir con la de Fulano o la mía, y por favor, si se va a usar la carta de un nacimiento, que sea una persona por albergue, no podemos ser todos tíos el mismo día.
Ahora vivo aquí y la vida adulta me asedia en cada esquina de los edificios, esquivo las responsabilidades con las pocas personas que conozco, un dominó y una pizca de ron. Las capitales siempre han sido la X que marca el tesoro en los mapas de los piratas, pero ya ellos están extintos. El oro ha sido sustituido por una ciudad que promete casa propia, pareja, intimidad, estabilidad o dinero; esos son algunos de los sueños con que se desvelan los nuevos piratas del siglo XXI.
Ahora vivo aquí y confieso haber sido parte de ese grupo selecto de niños que pudieron tocarle las tetas a la estatua del Parque de la Libertad. Fue en un viaje escolar, la oscuridad era mi aliada y el pan con perro que me había comido me había dado la energía suficiente para lanzarme a la aventura. Jugaba a ser un turista fascinado con una parte del mundo inexplorada, un Cristóbal Colón enamorado de una sirena de metal.
Ahora vivo aquí y me gusta pensar en el agua de las lluvias y los salideros, cómo se fusionan persiguiendo la lógica de la odiosa gravedad; va desde de El Naranjal y René Fraga y se deja arrastrar por los quicios de las aceras hasta el río. Matanzas se está limpiando, quiere despojarse de los pecados y los dolores de quienes gritan en silencio sus penas en el malecón de Playa o satisfacen sus deseos debajo de uno de los puentes, donde las manos se confunden y los sudores se unen.
Ahora vivo aquí y he aprendido que la noche matancera te rapta borrando mortalmente la persona que seas por la mañana. Cuando la luz del sol es sustituida por la del neón de los bares y antros de mala muerte, significa que se desvela una nueva urbe; una donde los hombres y las mujeres se dejan llevar por el calor de una orgía de delineador de ojos, el dedo que roza el jean por debajo de las mesas y lenguas que buscan refugio; y si no eres lo suficientemente valiente como para enfrentarte a todo esto, te irás solo a casa. Los teatros se convierten en naufragios donde la audiencia y los actores desaparecen en las islas del drama; poco importa que vayas vestido de traje y corbata a una obra del Sauto, siempre puedes terminar bailando un reguetón en el Biscuit.
Ahora vivo aquí y me he tenido que adaptar a los precios de la vida, a los precios de la comida; a los precios de las motos, los carros; a los precios carnales: esos que te pasan factura en una guagua que parece uno de los círculos del infierno, donde el calor y la apretazón son insoportables, y para colmo un diablillo sigue diciendo que todavía cabe gente. Me he tenido que adaptar a llevar una cuenta monetaria en la cabeza, y restar y restar dígitos, muy pocas veces se suma. Me he tenido que adaptar a ser un adulto que elige qué comprar para así no tener que tocar la alcancía donde está guardado el dinero del alquiler.
Ahora vivo aquí y supongo que será hasta que tenga que moverme de nuevo, cuando el explorador clandestino que llevo dentro precise un cambio de aires y de vistas. Puede ser hacia adelante o hacia atrás, lo único seguro es que no somos puntos finales o comas; somos verbos que se escriben por inercia en los renglones de una ciudad que siempre nos está pidiendo eso: que nos movamos, ella no perdona la zozobra o la lentitud. Porque es exactamente eso, una historia que se escribe a cientos de manos y cada uno de nosotros tiene un pedacito de oración reservado para dejar nuestra huella en sus estrechas aceras y lomas laberínticas. (Foto: Denny Santana Torres)