Guerreros de la persistencia

Los guerreros de Escuela de Cinturones Negros de Matanzas mantiene el legado del judo en la Atenas de Cuba

Los guerreros realizan ejercicios de calentamientos previos al entrenamiento. Fotos del autor

Tuve la suerte de llegar temprano al tatami de judo de la calle América, en el corazón de la ciudad de Matanzas. Otros, los que debieron pagar para hacerlo por sus propios medios, arribaron más tarde, desde la ciudad de Cárdenas, de Mayabeque y de muchas otras partes de Cuba. Esta escuela es emblemática; los terceros sábados de cada mes, allí se reúnen los judocas que hayan alcanzado la cinta negra con sus respectivos danes, con la puntualidad del Kodokán japonés (templo de judo más grande del mundo).

Se puede pasar por delante sin que llame la atención. La fachada del inmueble se parece a muchas otras de su estilo, sin portales y de puntal alto. Nadie imagina que allí exista tanta historia encerrada.

Frente al dojo ya estaba Carlos Ruesca Gámez, una de las almas del judo matancero, con más de 40 años dedicados a la formación de atletas. Habla e intuyo que siente el aliento de su padre y del introductor del judo en Matanzas: Sergio Hernández, también formador de muchas figuras del deporte, que inventó Jigoro Kano, allá por el año 1882.

Ruesca (hijo) también es jefe de la cátedra de judo de la Escuela de Iniciación Deportiva Escolar (Eide) Luis Augusto Turcios Lima, por donde pasaron atletas de talla extra: el campeón mundial Andy Granda, el multilaureado Iván Silva, Frank Moreno, Magdiel Estrada, Leonardo Amable, Ismady Alonso…, entre otros que pusieron sobre los tatamis de Cuba y el mundo el nombre de Matanzas, la hermosa ciudad de ríos y puentes, de poetas famosos… y de judocas.

El maestro Carlos Ruesca, sexto dan, comparte con Rubén Quintana, uno de los alumnos de la Escuela de Cinturones Negros, de Matanzas.
El maestro Carlos Ruesca, sexto dan, comparte con Rubén Quintana, uno de los alumnos de la Escuela de Cinturones Negros, de Matanzas

Como de costumbre, el maestro fue de los primeros en llegar a la Escuela, institución que dirige y que desde el pasado 21 de septiembre volvió a abrir sus puertas a los veteranos, luego de que la covid-19 la obligara a una pausa, tras 11 años de Uchikomi, Ukemi, Tai Sabaki, Ashi Barai, Hadaka Jime, Hukemi…

Impecablemente bien vestido, con su cinta roja y blanca —se las ponen los sensei que tienen el grado de sexto hasta el octavo dan e indica una maestría considerable y reconocimiento por contribuciones significativas al judo—, recibe a un peregrino amante del judo, junto al amigo Rubén Quintana, tercer dan y el mejor judoca en la historia de los 305 años de la Universidad de La Habana, con 10 medallas de oro en los Juegos Caribes de la alta casa de estudio, algo sorprendente para muchos allí, más si Quintana se decidió por los estudios y llegó a vencer la licenciatura en Derecho, sin alejarse totalmente de los tatamis.

“Estuve unos años en la preselección nacional, pero, ante la imposibilidad de representar a Cuba en la Olimpiada de Moscú 80, decidí dedicarme a los estudios, sin abandonar el judo, el deporte de mi vida. Llegar a la Universidad de La Habana y poder licenciarme constituyó para mí un reto bien difícil, más que ganar las medallas que pude en los Juegos Caribe o en otras competencias en el extranjero”, comenta.

Los guerreros de Escuela de Cinturones Negros de Matanzas mantiene el legado del judo en la Atenas de Cuba
La marcialidad como disciplina

Quintana no es el único con el don del sacrificio; es uno más. Hay tantas historias por contar como hombres sobre el tatami, aunque me hubiera gustado ver a más féminas —había solo dos de la nueva generación de judocas, ambas medallistas del Abierto Panamericano de Varadero 2024—.

Si de historia se trata, la de Carlos Manuel Rodríguez Arregoitía, 64 años, cinta negra primer dan, podría ser única, y gracias que vive para contarla. ¡Vive!: “Estaba yo en Alemania y caí desde un tercer piso. Sufrí varias lesiones. Se levanta el kimono y enseña una sarta de operaciones. El hígado resultó seriamente dañado, pero, como el judo, más que un arte de ataque y defensa, es un estilo de vida, aquí estoy”.

¿Qué puede hacer sobre un tatami un hombre que ves entrar, lentamente, con el auxilio de dos muletas?

José Andrés Gómez entró, se sentó, se quitó la ropa, se enfundó en su kimono y se puso la cinta blanca y anaranjada de los más encumbrados sensei. En el calentamiento practicó las caídas; en el entrenamiento esclareció dudas. Tras responder cualquier pregunta, comenzó a moverse con desplazamientos, técnicas y ritmo impecables. Me hizo pensar en que el judo también puede tener un Wolfgang Amadeus Mozart.

De la misma manera que Luis Navia, con espíritu de guerrero inclaudicable, con dificultades en las piernas, pero no en el cerebro, estuvo atento a todos, siempre dispuesto a dar el mejor consejo.

El intercambio sobre temas de artes marciales no falta en cada clase.
El intercambio sobre temas de artes marciales no falta en cada clase, en cada entrenamiento

Carlos Harcia Socorro, cinta negra, segundo dan en judo y con altas gradaciones en otras artes marciales, expresa que el hecho de estar sobre este tatami, entrenar con todos estos instructores geniales, recibir sus enseñanzas, ver gente de varios lugares, con muchos años practicando artes marciales, da fuerzas para seguir. “Siempre fui adicto a las artes marciales y la experiencia de la escuela la llevo a mis alumnos de judo, en Nueva Paz”.

Jorge Luis León Marrero, fundador de la Escuela de Cinturones Negros, tercer dan de judo y séptimo de karate, además de presidente provincial y vicepresidente nacional del estilo Jyoshinmon, se declara adicto, esclavo de las artes marciales, por convicción y por gusto propio. La “adicción”, como él refiere, lo llevó a desarrollar un proyecto comunitario para los niños y adolescentes en La Conchita, comunidad cercana a Varadero.

“En el proyecto, que desarrollé a pulmón limpio, porque pocos me ayudaron a consolidarlo, también están las enseñanzas de la Escuela de Cinturones Negros”, enfatiza.

El entrenamiento duro y constante brinda la oportunidad de superarse a uno mismo y, aunque la palabra marcial signifique guerra, contiene una cuota de pacifismo y contribuye a que nuestra sociedad sea mejor. Entrenar artes marciales proporciona carácter, determinación, disciplina y te hace “duro”; “duro” no para descargar furias, sino para evitar la violencia y enfrentar la vida. (Por: Ortelio González Martínez)


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