Modo verano OFF. Foto: Ramón Pacheco
Alguien bajó el interruptor, uno de esos de plástico blanco que abundan en las paredes de las casas, y apagó el Modo Verano.
Presionarlo no significa que las playas se vayan a secar de repente y solo quedará una llanura de arena con vasitos plásticos, latas de cerveza y paquetes de pellys de mipyme y cáscaras de mamoncillo; el sol no mostrará más clemencia con nosotros como el niño que se aburre de calcinar hormigas con una lupa y un haz de luz; tampoco que no se pueda bailar más, porque en las oficinas entre tantos burós y sillas giratorias no se puede armar una rueda de casino y quién ha visto a alguien perreando en una reunión.
Mucha razón llevan esas vallas publicitarias en que dibujamos con un poco de pintura, color chovinismo mamey, para engatusar turistas de los países invernales con el eslogan de que Cuba es un eterno verano. En verdad todo el año parece que la Isla transpira vapor. Entonces, nosotros vamos así, con los ojos empañados como los espejos de los baños después de una ducha caliente, de enero a diciembre.
No obstante, como el verano se extiende de enero a diciembre —el calor aquí no cesa, solo amaina, y el invierno es un invento de algún emprendimiento— necesitamos designar por lo menos dos meses que sean el verano dentro del verano. Julio y agosto son el verano al cuadrado. Durante ese tiempo se concentra el ocio, se le da un poco más de libertad al gozo.
Los adultos aprovechan este período para sacar sus vacaciones pagadas, sus 2,2 días por un mes de trabajo que te corresponden por Constitución. Algunos lo hacen para disfrutar tiempo con sus hijos o porque no tienen quien se los cuiden; otros para agarrarse a ese lapso, ese verano dentro de un verano eterno, en que uno se lanza más al ocio, le da más libertad al gozo.
Sin embargo, llegó septiembre, vino alguien y bajó el chucho y ahora el modo verano está en off.
Ahora en las paradas a los muchachos que veíamos con chores y chancletas y muchachas con bikinis debajo de los vestidos rumbo a la playa los encontramos con uniformes de escuelas. Constituye el mismo molote, donde nadie es hermano de nadie, donde te grito con los codos; pero antes lucía más relajado, porque se iba en búsqueda de matar el tiempo de tardes hirviendo y ahora vas con el apuro del que debe llegar a un lugar en un horario específico.
En las cuadras, mientras duró la programación televisiva estival, los picos de silencio no se notaban. Hallabas niños que jugaban en la calle desde el alba hasta que la madre, con la mano en la cadera, les advertía que ya era hora de comer y bañarse. Los sonidos de los chamas en libertad se metían por dentro de todas las casas: el choque de las pelotas contra las fachadas, las quejas del berreado que no acepta la derrota y repite, una y otra vez, que le hicieron trampa; una mala palabra que siempre una señora la ataja y dice: ¡Niño y esa boca!
Ahora, desde las 8:00 hasta las 4:20 el barrio permanece en un triste silencio, solo roto por el pitazo de un carro, el estruendo de la maza en el mortero mientras se escacha el ajo, una trifulca de gatos en un techo por su derecho a la reproducción. Ello durará desde septiembre hasta junio, porque los más ruidosos del hogar, esos locos bajitos, están en las aulas. Unas veces atenderán al profesor, si tienen; otras, pintarán monigotes en la parte de atrás de las libretas.
Los muchachones, los más creciditos, los que empiezan a conocer la lujuria y el divertimento no sano, para los que cada noche de la semana es una noche de sábado, desocupada, lista para salir en su conquista; para ellos ahora la única noche de sábado es la del sábado, y si salen en alguna otra lo hacen a su cuenta y riesgo de que a la mañana siguiente la sábana pulpo no los suelte.
El modo verano está en OFF. Regresamos a la normalidad de una jornada tras otra, como si echáramos piedras en los bolsillos y entre más rato pasa más nos cuesta avanzar. Solo nos queda aguantar esta falta de frío de nuestras vidas, esta repetición circular de los días hasta que venga alguien y ponga el modo verano en ON.