No sé si todavía sigue ahí, provocando historias. Hace muchos años que no he vuelto, camino del batey donde vivía el profe Carlos, en las afueras de Calimete, a recorrer el terraplén en cuyo costado se alzaba la Mata de los Pitirres.
Tampoco sé si “alzarse” sería lo más apropiado para referirme a ese árbol negruzco, víctima de un relámpago, dislocado junto al camino para espanto de los más asustadizos. Como yo lo era en aquel tiempo, puede que menos ahora.
—Esa mata llevaba tiempo ahí antes de que le cayera el rayo— me contó mi profe Carlos una vez. Pero bueno, la cosa es… Dicen que, por las noches, de ahí sale una vieja. Fea, vestida de negro, no se sabe ni quién es, pero lo dice hasta gente que ha pasado en camión y ha mirado para el lado. Yo nunca he visto nada y eso que he cogido por ahí tarde en la madrugada, pero sí sé que más de uno se ha llevado el susto al pasar por allí.
No necesité escuchar más. Varias noches de mi infancia quedaron marcadas por el cortísimo y, sin embargo, duradero relato. Los maestros emergentes de mi escuela primaria se sabían cada cuentos que dejaban chiquitos a Drácula, Frankenstein, el babujal y demás personajes no bienvenidos en mi almohada.
Buena parte de ellos (de los maestros, no de los monstruos) eran calimetenses. Asiduos al monte, a la intemperie, adiestrados en el complejo arte de no mirar atrás cuando vas por un camino y un ruido pudo ser verdad o provenir de tu imaginación.
Quizá por eso, curtidos como estaban a sus 20 años, mostraban tan poco susto ante los cuentos de aparecidos y demás leyendas que, para mi pavor, disfrutaban de contarme. A mí, introvertido niño de ciudad, y a cualquier otro que disfrutase pasando miedo. Qué masoquistas somos algunos, y qué miserable es nuestra vida sin nuevas historias que nos hagan temblar.
Siguiendo el embullo de Carlos un día, con permiso de mis padres, recogí ropa, libros y otros bártulos para conocer Calimete durante un fin de semana. Resultó inolvidable la experiencia, por cierto. La hospitalidad de los lugareños, los senderos de los cañaverales, la visión lejana de un central… Solo hubo un inconveniente: tener que pasar junto a la Mata de los Pitirres para llegar a casa del profe, mi anfitrión.
No sé si sucedía siempre, pero ese viernes la guagua tardó en llegar lo suficiente, desde el albergue citadino de los maestros hasta el batey de Carlos, para que la noche cayera sobre la llanura. Y, como si no hubiese con ello bastante atmósfera, una socarrona tormenta estalló sobre nosotros al bajarnos en la carretera.
Ni planificado por los maestros del cine de terror. Tanta coincidencia parecería obvia en cualquier película.
Emprendimos el paso con la prisa que uno puede permitirse sin verse apenas las manos entre tinieblas. Calados hasta los huesos: mi profe, de lluvia; yo, de lluvia y temor. No hacía más que pensar en la maldita vieja, poniéndole un pitirre al hombro tal y como me la figuraba.
Con vanas esperanzas le pregunté a Carlos si ese era, en efecto, el camino a casa de sus padres. El de las casitas un tanto apartadas unas de otras.
—¿El de la Mata de los Pitirres? Sí, este mismo.
¡Perfecto! Para colmo, ni un alma caminante había aparte de nosotros, y la de la vieja en caso de existir, que nos acompañase a lo largo de ese extenso terraplén.
Salvo por los relámpagos, no había luz que nos hiciese más fácil el recorrido. Ninguno teníamos linterna o celular, entre otras cosas porque aún no eran tiempos de telefonía móvil en auge, y de las distantes casas apenas llegaban luces difuminadas entre el follaje y el diluvio.
Asido a una correa de su mochila con disimulo, para no desorientarme si teníamos que salir corriendo, le hice prometer a Carlos que no me diría en qué momento pasábamos frente a la Mata. Y juró no hacerlo.
¿Palabra? Sí, también le hice empeñar su palabra. La cobardía no entiende de juramentos aislados, ni los que juran a un cobarde entienden de compromiso, porque la estrategia que me temía no se hizo esperar.
—¡Mira, Ale, esta es la dichosa Mata de los Pitirres!
Un flashazo celestial y un trueno efectista subrayaron su exclamación.
En ese entonces, pese al sobresalto, yo tenía la madurez necesaria para entender por qué lo hizo. La vieja técnica de tirar al niño a la piscina para que aprenda a nadar. Pero siempre me ha sido más fácil dominar los movimientos de la natación que los de la mente. ¿Cuántos aprenden a controlar esos últimos, a fin de cuentas?
Ahí se hallaba, tangible y quebrado, el culpable de mis desvelos.
Ni a la ceiba de mi primaria, de la que también se fabulaba, le he temido tanto como a ese tronco que inspiraba lo mismo respeto que lástima. Se trataba de un árbol viejo más. El manchón del relámpago aquel, responsable natural de habladurías sobrenaturales, estaba incrustado a la vista. A la que no vi por ningún sitio fue a la vieja.
Seguimos la marcha enfangada y oscura con mis preocupaciones remediadas, solo en parte porque, sin que Carlos se diera cuenta, miré atrás un par de veces y eso repercutió en mi recién ganada seguridad.
El domingo en la tarde, cuando salíamos rumbo al centro de Calimete para esperar la guagua de regreso a Matanzas, la visión de la Mata de los Pitirres me impactó todavía más que la de dos noches antes.
Tal vez porque, si bien a plena luz del sol no había razón para el recelo, entendí dos cosas al mismo tiempo: una, que no hay nada que temer de ciertos cuentos de camino; y la otra, que allá donde caiga un rayo y se posen los pitirres siempre habrá una leyenda de la que hablar.
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