Vida en Series: Gérard Depardieu, conde de Montecristo

Vida en Series: Gérard Depardieu, conde de Montecristo
Vida en Series: Gérard Depardieu, conde de Montecristo

Allá donde se encuentre, secretamente enterrado en alguna isla del Mediterráneo, Edmundo Dantès estará de enhorabuena en su tumba. El audiovisual lo revive con fuerza en estos días. Sam Claflin protagoniza la venidera serie con Bille August en la dirección, los guionistas de los últimos mosqueteros han sacado adelante la película con Pierre Niney, y hasta William Levy lo suplantó no hace mucho para el mercado hispano.

Con la magnitud literaria de El conde de Montecristo, mi creación predilecta de Dumas, una cosa queda clara cuando repasamos su vasta huella en adaptaciones: casi siempre sale mejor cuando se lleva al formato miniserie o de película dividida en entregas. Por eso, sea o no perfecta según el gusto de cada cual, apuesto a que esta gran producción de la directora Josée Dayan es la versión más completa de tan inmortal aventura que en las últimas décadas hemos tenido. Madura, seria, emocional, muy difícil de superar por cualquier intento posterior.

No me la perdía. La veía desde mi banquetica en el rincón del cuarto, con mi mamá dándome la comida, a los cuatro o cinco años. Aquellos anocheceres de capa y espada, cómo me ayudaron a ser quien soy y a leer lo que he leído… Estaba doblada al español y editada por la televisión cubana en emisiones de duración más corta, no en los cuatro capítulos de hora y media originales. No necesitaba entender toda la trama: tan solo que un inocente había sufrido un injusto encierro y, una vez fugado y enriquecido, se dedicaba a ejecutar su mejor venganza.

Una venganza nada física, he ahí lo peculiar del espectáculo. Todo lo demás en el espacio televisivo Aventuras incluía mucha acción, mejor o peor filmada, en producciones cubanas o extranjeras. Pero allí estaba aquel aristócrata europeo de origen misterioso, podrido en su oro y en sus rencores, consiguiendo el milagro de tenerme en vilo durante toda su intriga. A muy pocos infantes les entretiene un dramatizado sin persecuciones o batallas cada cinco minutos, y ahí estaba yo, fiel a mi tesoro.

El difunto Guillaume Depardieu (izquierda), joven y prometedor, interpreta al personaje de su padre en un flashback de especial intensidad.

Ignoraba que aquella sucesión de imágenes de otra época saliesen de un libro clásico, que pocos años después se convertiría en la lectura de mi vida. Algo tenía El conde de Montecristo que me seducía de tal manera. Casi 20 años después, cuando la conseguí en un negocio de audiovisuales para no perderla nunca más, me demostró que seguía siendo tan cautivadora como en la primera etapa, y sobre todo, muchísimo mejor de lo que este niño crecido alcanzaba a recordar. Eso sí: el rostro vengador de Gérard Depardieu no se olvida ni aunque lo intentes. Fue de las primeras veces que una genial actuación me marcó.

Hoy, con pleno conocimiento del libro y más curtido como espectador, me sucede lo mismo que ayer cada vez que repaso el producto: no quiero que termine. En mi infancia me molestaba la irrupción de esos créditos finales con Edmundo y Mercedes abrazados en la playa marsellesa, porque eso suponía tener que esperar una infinidad de horas hasta la vuelta de Montecristo. Sus cuatro episodios se me hacen cortos, pese a la enorme e inteligente cantidad de detalles que contienen. Hubiera sido una lástima comprimir tanto talento en apenas un telefilme.

Sobre Edmundo Dantès-Conde de Montecristo-Padre Busoni-Lord Wilmore (¡hay que ver la versatilidad del Gérard, como pez en el agua con cada disfraz!) existen diversos largometrajes, como el que en Argentina realizó León Klimovsky, o el de Kevin Reynolds, que ahora atrae a muchos fans de Henry Cavill (salía allí jovencito), los cuales han resultado también muy efectivos… pero a costa de suprimir elementos exquisitos. No es que la historia de base sea mejor que sus traslaciones a la screen, que también: es que tiene tal riqueza de subtramas y contenido que muy pocos se han atrevido a explotarla al máximo.

Por su tesoro oculto y trama de venganza, esta historia es paradigmática en el género de aventuras, si bien la miniserie explora sus aspectos más oscuros.

No sé si por encargo de Josée Dayan o por iniciativa propia, pero lo cierto es que Didier Decoin, guionista de largo aliento y vena romántica, se sometió a una doble hazaña: seguir lo más posible la novela, incluyendo personajes a menudo desechados, y crear diálogos y situaciones propios en vez de repetir el libreto dumasino. ¡E inventa genialidades que hubieran honrado al mítico folletinista! El esfuerzo debió ser tal que en su siguiente proyecto junto a Josée Dayan, Los miserables, sí replicó las frases de Victor Hugo. Estimo que para descansar un poco de tanta originalidad.

Se nota el interés por reducir la parte más “aventuresca” y conocida de la trama: todo lo referente al complot contra el protagonista en la flor de su juventud, el encierro en el castillo de If, la aparición del abate Faría, la prodigiosa fuga que han reproducido hasta las peores telenovelas, el hallazgo del tesoro en la isla de Montecristo. A partir de entonces, con el regreso estable a Francia del atribulado personaje y el inicio de su desquite, los guionistas suelen variar el orden de los acontecimientos y condensarlos, modificarlos, sustituirlos por soluciones más sencillas y ajustables a una duración convencional. Pero por obra de Decoin o de los montadores, uno nunca sabe, aquí se consigue resumir esa fase argumental que el público tiene más presente antes de completarse la primera hora, en el primer capítulo.

Es decir, contamos con los próximos tres capítulos y medio, un aproximado cercano a las seis horas, para profundizar en la parte más oscura y evitada en las adaptaciones promedio. Irónicamente, la que corresponde con mayor derecho al título. La esencia de esta serie es el conde de Montecristo en sí, el enigma detrás de ese rostro, lo más dramático y complejo que Dumas legó a sus lectores. Quienes hayan leído la obra en su totalidad recordarán al bandido Luigi Vampa, la historia del bebé bastardo enterrado en el jardín, los aterradores envenenamientos en la mansión de Villefort, el romance shakespeariano entre Maximilien y Valentine… Pues tienen la dicha de ver todo eso en los fotogramas de Dayan, más el placer adicional que deparan sorpresas propias de Decoin, como Camille de la Richardais.

Camille de la Richardais (Florence Darel), un personaje original de esta versión, del cual Dumas se habría sentido especialmente orgulloso.

A la perfección interpreta Florence Darel a esa mujer carnal, maravillosa e inolvidable, que acaba siendo casi el personaje más importante para Montecristo como Mercedes lo fue para Edmundo. Ornella Muti, por cierto, está bellísima y potente como la novia robada que nunca olvidó. Su escena de ruego y reproches con Depardieu es de una entrega total por parte de ambos, un momento álgido de sus carreras. El afable Bertuccio, gracias a Sergio Rubini, se convierte en el compañero de peligros que todos querríamos a nuestro lado. Los traidores y culpables de la existencia del conde, en especial Jean Rochefort, son despreciables y altivos: merecen toda la ira de Dios encarnada en su enemigo, y en nosotros. Hasta los hijos de Depardieu, el ya fallecido Guillaume y Julie, se ganan sus planos con personalidad propia.

No quisiera olvidarme de otros, así que paso a la estrella directamente. El inmenso rubio de la nariz rota se me reveló también como Obélix por aquella época, y desde entonces ha sido muy grato verlo haciendo de todo: Cristóbal Colón a lo Ridley Scott, Balzac enamorado, el Porthos más divertido que recuerdo, Los compadres, el loco por amor en La mujer de al lado… Como digo, de todo. Su Cyrano de Bergerac es quizá lo mejor que ha hecho, te rompe el corazón como nadie. Pero creo que de toda su carrera yo siempre preferiré a este Edmundo Dantès atormentado y otoñal, divertido e inquietante. ¡Si es que esta interpretación supera por mucho a la de Los miserables!

Sí, me refiero a la siguiente miniserie dirigida por Dayan, a cuyas órdenes también trabajó en las televisivas Balzac y Napoleón. Así de pronto, recuerdo solo estas cuatro y magníficas colaboraciones.

Hace un párrafo me deshacía ante la maestría actoral de monsieur Depardieu, y vuelvo aunque cuanto diga sea bien poco. Encuentro sublime cómo se abre paso, a través de una historia tan vieja, de los convencionalismos de época, de las barreras de idioma y cultura, para acabar llegando al corazón de cualquier espectador que se siente a disfrutarlo. Solo así explico que un chiquillo matancero, sin vocación aún de lector o cinéfilo, conectara tanto con su carisma y magnetismo. Únicamente por la forma que tiene de ponerse o quitarse un disfraz, con una naturalidad que no parece ni estar actuando, merece una ovación en pie.

Ornella Muti y Gérard Depardieu, Mercedes y Edmundo, se reencuentran en uno de los momentos más hermosos de los cuatro episodios.

Y las frases… ¡De veras las siente! ¡Más que decirlas, las siente y las escribe con la mirada! Tanto si habla con ternura como con brutalidad. Una mezcla de ambas cosas desborda la escena in media res con que abre el drama, cuando suelta aquello de:

—¿Crees que me gusta ser el conde de Montecristo? ¡Es un hombre terrible! Despiadado y frío. Pero no fui yo quien quiso convertirse en ese hombre: me bastaba con ser Edmundo Dantès, no esperaba más de la vida, pero ellos me lo impidieron.

Siento que estoy escuchando un instante cualquiera de Christopher Nolan para Batman, sobre todo porque la brillantez no reposa ni por un sintagma:

—Al intentar matar al joven marino, que no le pedía nada a nadie, hicieron nacer al vengador que viene a pedirles cuentas. Peor para ellos.

Y mejor para nosotros, para cualquiera con una vacante en el corazón destinada a las grandes historias. Ya tengo ganas de paladear una vez más esta épica de diálogos e imágenes que cada vez es superior, que cada vez es más conmovedora. Hecha en 1998, descubierta por mí en los primeros 2000, será todavía imbatible aunque pasen los siglos, como los tesoros legendarios al fondo de las grutas.

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