A lo largo de nuestra vida en series, por momentos queremos quedarnos a vivir en un capítulo aleatorio. Como si tuviera algo lo suficientemente valioso para que en él echemos el ancla y lo revivamos, y nunca lo olvidemos. Así me pasó con San Junipero, mi hallazgo más preciado en toda Black Mirror.
Una noche frente al televisor en tiempos de la covid, sin nada más que hacer, el zapping me lo reveló a los pocos minutos de empezado. Pensé que era una película y, de hecho, sigue gustándome como película: es una compañera perdida de Regreso al futuro, Cocoon, Stand by Me… y podría seguir. Enseguida noté dos cosas: que lo que estaba viendo era reciente, por lo menos de una factura con menos de cinco años de antigüedad, y que se ambientaba en los 80. Capto al instante todo lo que acontezca en esa década.
Solo a medida que el final se acercaba, con una presencia cada vez mayor de la tecnología, empecé a sospechar. Me sonaba que Black Mirror estaba siendo transmitida en esos horarios por la TV nacional, y como casualmente yo llevaba pocos días viéndola en mi laptop, era muy probable que este fuera un episodio al cual no había llegado. Pero, sin lugar a dudas, un episodio de esa serie y también de los mejores. Esto último lo mantengo hoy, cuando lo pondero como mi favorito.
Durante cinco temporadas, la distopía múltiple con sello de Charlie Brooker se estableció como la nueva gran “antológica”. Así se conoce el formato televisivo, recordemos que ha acogido tantos proyectos fantásticos, de suspense, terror o ciencia ficción: Alfred Hitchcock presenta, La dimensión desconocida, Cuentos asombrosos, Historias del otro lado… Una tradición que no es nada sin la profusión de ideas y la creatividad de talentos como Rod Serling, por ejemplo. Brooker es un equivalente en el siglo XXI, heredero de la narrativa ecléctica y los adelantos técnicos de su época, impagable como guionista. Aquí lo demuestra con creces.
San Junipero, capítulo 4 de la tercera temporada, con duración de una hora, nos cuenta la historia… Qué bonito es eso de que nos cuenten una historia, ¿verdad? Muchos productores actuales no parecen interesados en eso.
Bueno, igual que siempre, es noche de fiesta en San Junipero. Un pueblecito californiano que no existe, se debe a la imaginación de Charlie Brooker. Corre el año 1987, hay un póster de los vampiros posmodernos de Joel Schumacher a las afueras de un bar y mucho, mucho neón, y luces de todo tipo, y sonidos de las máquinas recreativas, y Belinda Carlisle canta Heaven is a place on earth de fondo. Ah, y gente muy joven. Por todos lados. No hay nadie viejo.
Entonces, chica conoce a chica… cosa inhabitual en la ficción juvenil ochentera, por mucho que duela admitirlo, y resulta que esta vez cobra especial sentido eso de que las cosas ocurren por algo. Más en claro, Yorkie (Mackenzie Davis) y Kelly (Gugu Mbatha-Raw) tienen que vivir su romance a contrarreloj por un período limitado de horas semanales, porque San Junipero, que ya definíamos como un lugar no real, tampoco lo es… ¡ni siquiera dentro de la trama que ha imaginado Charlie Brooker! Y los hechos tampoco están ocurriendo en la fecha que creíamos.
Ese paraíso costero es solo una realidad simulada, donde conviven pacientes moribundos y fallecidos que se han acogido a un sistema de almacenamiento de sus conciencias. ¡Ah, pero qué realidad simulada! Cuánta calidad y amparo. Por lo menos a mí me encantaría simular que voy de vaqueros y cazadora de cuero negro todo el tiempo, y que los años no pasan ni pesan, y que la vida bulle como la espuma de Pepsi. No quiero imaginar entonces el sentir de las ancianas Yorkie (Annabel Davis) y Kelly (Denise Burse), imposibilitadas de reunirse en “la otra vida” por las ataduras de conciencia del mundo real. El mismo mundo de siempre, estropeándolo todo en esta clase de historias.
No sé si Brooker ha declarado alguna vez ser un fan de Thelma y Louise, frustrado por el acelerón suicida de Geena Davis y Susan Sarandon, pero sin duda con San Junipero se venga por todo lo alto de aquel guion e impone las infinitas posibilidades de dos amantes frente a la muerte, gracias a la ciencia ficción y su bondad.
Precisamente eso, la bondad, fue lo que más descompuso a muchos, admiradores y detractores, como si Black Mirror estuviera condenada a no permitir en ningún episodio los momentos felices y el poco de paz que sus sufridos personajes necesitan de principio a fin. No vi ni una cosa ni otra: ni una serie en descomposición ni tampoco en superación. Solo estaba haciendo zapping ante el televisor y cogí una película a poco de empezar, donde dos enamoradas se debatían por eternizar algo tan efímero como el amor dentro de algo tan efímero como la vida.
Me seguiría conmoviendo incluso sin saber que no era cine al uso, y que se titulaba como aquella ciudad maravillosa donde sentí las ganas más desesperadas de quedarme a vivir.
A vivir en serie. En San Junipero, paraíso en la Tierra.