Un curso terminó y vivimos para contarlo

Un curso terminó y vivimos para contarlo
Un curso terminó y vivimos para contarlo. Ilustración: Carlos Daniel Hernández León

Cada vez que a un niño le preguntan si le gusta la escuela y responde que sí, al búho con birrete que venía en la portada de las libretas, el que se parece al avatar de Duolingo, le da dolor en el cuello. A Tom, el de “Tom is a boy, Mary is girl”, de Inglés, le sale otro grano por el acné; y a Juan, el que compró 40 aguacates para que tú resolvieras el problema matemático, se le pudren 20.

Cuando uno crece, quizá no llega a fascinarle la escuela, pero comprende un poco mejor su importancia. Al comenzar a trabajar, créanme, se extraña. Te percatas de que cambiarías a tu jefe por cinco de esas profesoras pesadas con espejuelos de pasta, que daban la clase desde la puerta del aula para que no te molestara el humo; también descubres que no te vendría mal ese tiempo de siesta después de almuerzo que te daban en preescolar.

Asimismo, durante tu tiempo de estudiante te parece que la vida constituye la espera porque llegue una semana de receso, la de la Victoria o la de Navidad, o las vacaciones. Los años no se miden en meses, sino en cursos. No cumpliste 12, sino que terminaste sexto grado y así.

No hay nada más hermoso que esa frase del profesor de “nos vemos en septiembre”, o saber que en dos meses no sabrás nada del compañero logaritmo, o al salir de la escuela abrirte la camisa blanca y dejarte el pulóver playero que llevas abajo, con el mismo gesto con que Superman busca su cabina de teléfono.

Este curso en especial resultó complejo. Aún arrastramos secuelas de la covid-19, ciertos desbarajustes en los horarios. En la universidad, para retomar sus ciclos de siempre, partieron los semestres como una barra de pan y los transformaron en trimestres. Las asignaturas se recibieron compactas, más violentas, y obligaron a los alumnos a moverse en 2X.

Quienes viven lejos de sus centros de enseñanza sintieron la dureza este curso —tan recia como el asfalto de las carreteras— de la distancia. En muchas ocasiones, cuando el transporte público escasea y sus precios se elevan, debes decidir si arribar temprano o poder calzar el día con una pizza, porque el almuerzo del comedor se te pierde en el reino de la nada. Además, a veces debes aguantar a esos profesores que te regañan por llegar tarde, y tratas de explicarles que una guagua es un platillo volador, pero ellos parece que viven en Marte, donde das una patá y te sale uno.

Después de una madrugada de apagones, una almohada puede ser la dura tabla de la mesa, y la voz del docente —tan agotado como tú y que se le van bostezos como si fueran cachalotes— la de un hipnotizador. Pierdes el sentido de lugar y tiempo; y te invade un sueño… que se olvide el compañero Mendeleiev que memorizarás la tabla periódica. Tal vez recuerdes que Fe es hierro y a ti solo te queda eso, el hierro de que la próxima noche podrás descansar.

Los estudiantes, sean de primaria, de un técnico medio o de la universidad, no resultan los únicos que deben adaptar sus rutinas mientras dura el período de clases. Los padres también, en cierta forma, miden su año en cursos y vacaciones. La educación en Cuba es gratuita, pero cuesta, y muchos de ellos deben garantizar por lo menos su polvito de Zuko y su pan con lo que haya para las meriendas de los más pequeños, o darles dinero a los más creciditos para que resuelvan su suplemento alimenticio y se paguen la transportación.

A la vez, deben explicarles los contenidos en casa porque en algunos lugares el claustro de profesores se encuentra incompleto, o financiar repasadores como alternativa. Cuando el verano arriba, pueden tomar un descanso de todo esto, pero esos que tienen niños chiquitos tienen que clonarse, hacer una división celular por mitosis para compartir su tiempo entre el trabajo y la lucha y cuidar a sus pequeños a tiempo completo.

Este no ha sido un curso fácil. Todos aquellos que intervinieron de una manera u otra en él (profesores, alumnos, padres, directivos) lo saben. Sin embargo, trastabillando, se concluyó lo mejor que se pudo. Llegan las vacaciones, un pequeño descanso en lo que todo prosigue y Superman se cambia de ropa y se transforma en un mataperro o se va a disfrutar de la programación infantil especial.

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