Nostalgias de un mochilero: miopía selectiva. Foto: Del autor.
—¿Esas personas de allá son obreros? —le pregunté a un directivo cierta vez durante un recorrido por una empresa agropecuaria, al divisar a lo lejos un grupo de individuos que se hallaban en un campo de papa.
—No sé, deben ser unos viejitos de por ahí que a veces vienen a recoger el rastrojo de la cosecha —me respondió sin titubear el compañero.
Me extrañó mucho la respuesta, porque no estábamos en época de recogida. Además, las personas se hallaban en el interior de un naciente campo de papa. Ante mi resolución de acercarme, pude apreciar la incomodidad en el rostro del señor directivo.
—¿No serán obreros? —insistí.
—Lo dudo, no me parecen conocidos.
—Están muy lejos, si nos acercamos más…
El compañero me interrumpió, y trató de hacerme desistir, alegando la humedad de la tierra y mis zapatos blancos. Ante mi persistencia, no le quedó más remedio que reconocer finalmente que eran obreros de su empresa.
Yo estaba contrariado con mi visita, porque el susodicho no me perdía pie ni pisada. Soy de la opinión que quien desee sentir el pulso de cualquier entidad, debe conversar con los trabajadores. Tarea que en ocasiones se dificulta, ya que algunos jefes evitan el contacto de sus subordinados con los periodistas.
Pero, en honor a la verdad, desde hace mucho prefiero las ricas historias de vida de los sencillos trabajadores, que la rimbombancia cargada de cifras y frases prefabricadas de algunos dirigentes.
Por ese motivo, y sin importarme la blancura de mis zapatos, hice como siempre: adentrarme en pleno surco. Allí me topé con una veterana con el rostro sudoroso y un poco maltratado por el sol.
Antes de saludarla entendí que se trataba de una guajira campechana. Se nombraba Clara Lidia Verdes Verdes y tenía 62 años.
Antes de lanzarle la primera pregunta, se calificó a sí misma como “obrera siempre a pie de surco”. Según ella, la papa se veía muy bien, pero la última palabra la dirá la cosecha.
Desde muy temprano había escardado cuatro surcos de frijoles. “Estoy desbaratada, no obstante, puedo un poco más. El campo es duro pero me encanta”, dijo entre risas.
Su mayor preocupación es la ausencia de frío, esencial para el rendimiento del tubérculo. “No hizo una gota de frío en diciembre, y enero está igualito. Fíjate que me compré un abrigo nuevo y no lo he podido estrenar, ni me he tapado con colcha este invierno”, expresó con una sonora carcajada.
En ese punto, busqué el rostro de mi acompañante, quien evadió mi mirada.
Entonces, Clara, transparente como su nombre y sin pelos en la lengua, soltó aquello de que “cuando viene una visita aquí, primero deben hablar con los obreros, para que digan las inquietudes que tienen, ¿nos es así?”.
Asentí con la cabeza y extendí la pregunta al señor que se hallaba a mi lado:
—¿Qué usted cree de eso, jefe?
De más está decir que no hubo respuesta.