Nostalgias de un mochilero: Playas que rugen

En el sur oriental de Cuba encontré unas playas de piedras que, según me informaron, se nombraban Chinas Pelonas.

En el sur oriental de Cuba encontré unas playas de piedras que, según me informaron, se nombraban Chinas Pelonas. Eran muy similares a las que también hallé en los desmesurados cauces de los ríos de aquella región montañosa.

Su geometría, de una redondez casi perfecta, me impulsó a conservar varias, como constancia de esos viajes. Llegó a ser tan numerosa mi colección, que no lograba recordar la procedencia de cada una de ellas. Algunas, además de su forma esférica, presentaban unas vetas blancas muy llamativas.

duaba
Arenas de Duaba

Guardo piedras de las orillas del río Duaba, y de la playa de igual nombre, por donde desembarcara Antonio Maceo en 1895. En playita de Cajobabo divisé una de color blanco; y siempre he querido pensar que estaba allí justo cuando Martí saltó del bote y expresó: “¡Dicha grande!”.

Nostalgias de un mochilero: Playita de Cajobabo
Nostalgias de un mochilero: Playita de Cajobabo

Desconozco por qué le nombraron a estas maravillas geológicas “Chinas Pelonas”; pero aquella vez, cuando intenté dormir junto a la brisa del mar, a pocos centímetros de una playa de piedra, el oleaje las hizo rugir de tal modo que sentí como si toda la ira de Poseidón se abalanzara sobre mí.

En el campismo La Mula, punto intermedio para ascender al Turquino, solo contaban con pocas horas de electricidad, que suministraban a través de una planta. Por ello, cuando sobrevino un apagón, decidí tomar mi colchón y dormir a orillas del mar.

Fue entonces cuando descubrí que las peculiares playas de piedras emitían un sonido inquietante en las noches, como si entre ellas se disputaran por una mejor posición en la línea costera.

El rugido se fue haciendo más agudo y fuerte, a medida que avanzaba la noche, al punto de que el sueño se hacía imposible de conciliar. En honor a la verdad, creo que sentí temor y decidí regresar a la cabaña, donde mis compañeros se hallaban en un sueño profundo.

En esa propia jornada, al pasar por el Uvero, quise refrescarme de las altas temperaturas del Oriente y me lancé con frenesí desde la orilla de una playa también de piedras.

Tras las primeras brazadas, que di quizá para impresionar a mis acompañantes, noté que no existía un fondo arenoso; las piedras en la orilla simulaban un muro vertical, donde mis ojos solo alcanzaban a distinguir un foso insondable, ¡oscuro! Para colmo, desde tierra firme me llegó la frase tal vez malintencionada de un lugareño, que logró que yo batiera mi propio récord personal en el estilo libre: “¡Ahí a veces asoman tiburones!”.

Y lo creí, porque dijo “ahí” y no “playa”, porque no lo era. Se trataba de una pared de piedra perpendicular que comunicaba con el abismo, donde seguramente jugueteaban todo tipo de “bichos”, aguardando por la llegada de algún incauto entusiasta y atrevido como yo.

Siempre que rememoro mis viajes a Oriente, recuerdo con añoranza la exuberancia de los tantos paisajes que encontré a mi paso, a diferencia de aquellas playas misteriosas que no me sedujeron del todo. Más bien despertaron mi temor. Se trata de esos sentimientos raros de amor-odio que a veces uno no se puede explicar; y es que siento una especie de fascinación por los fragmentos que conservo, en forma de piedra, de esas playas que rugen.

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Sobre el autor: Arnaldo Mirabal Hernández

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