La temeridad de un hombre le costó a nuestra historia la pérdida de un héroe, un apóstol. (Foto: Tomada de Internet)
Un caballo sin jinete al encuentro de un grupo de hombres equivale a un barco sin tripulación que se adentra en un puerto. Con su sola aparición, narra una historia terrible, invita al desconcierto y, por alguna razón, no parece equivocado de rumbo.
Pero el que aquella tarde vieron los mambises que se les aproximaba, envuelto en sangre, atravesado por una bala pero lo bastante vivo como para reunirse con su bando, era fácil de reconocer. Baconao, el caballo del “Delegado”, como solían llamar al espectro sobre la grupa.
A partir de ese 19 de mayo, le llamarían de muchas otras formas. Un simple cargo no hacía justicia al hombre que acababa de soltar las riendas de la historia de Cuba.
LA ÚLTIMA CARGA
Y llegó el día de dar la vida por su país y por su deber. El día de materializar ese peligro que anunciaba su carta incompleta de la víspera, dirigida a un amigo mexicano, pero guardada de momento en un bolsillo, junto al reloj y el pañuelo con las iniciales JM.
Apenas había reposado luego del almuerzo, cuando, a unos cuantos kilómetros, la presencia del coronel José Ximénez de Sandoval apuró su digestión. Primero, anuncio de disparos en dirección a Dos Ríos. Seguidamente, orden de montar a caballo del general Gómez. El destino de la tarde ya estaba sellado.
Al lomo de Baconao, con los borceguíes que calzaba, todavía mojados tras el cruce del Contramaestre, José Martí ya era un mambí más en dirección a los españoles. O al menos no lo había parecido tanto desde el desembarco del Nordstram, aquella noche de mar picado en que puso por fin pie en la Guerra Necesaria.
Mientras intentaba seguir el ritmo de Gómez y Masó, bajo el sol de mediodía, al delegado del Partido Revolucionario se le veía en el rostro la satisfacción de quien no tiene tiempo para más arengas y echa en falta un poco de acción real, de lucha codo a codo entre los suyos.
Una satisfacción, eso sí, surcada por la tensión nerviosa de los héroes que habitan fuera de los libros y leyendas. Pero esos, si de verdad son héroes, buscan la manera de que no los vean temblar, de disimular los escalofríos con un brinco desde la grupa.
Quienes dudaban de su aptitud para la guerra al fin tenían ocasión de verlo encaminado hacia el bautizo de fuego, aunque… de bautizo, nada; como si no hubiese ya en su historia suficientes pruebas de valor, y en su cuerpo, donde ardieron grilletes imborrables, las consecuencias.
La sabana los sorprendió con un fuego implacable de Ximénez de Sandoval. Allí, acompañado por un subteniente de nombre tan paradójico como Ángel de la Guardia, Martí desobedeció una orden tajante de Gómez: echarse atrás y aguardar.
Ángel era muy joven y, tal vez impresionado por el caballero de bigote y ropa oscura que le doblaba en edad, no quiso dejarse doblar en arrojo. Por eso le siguió cuando, cansado de dar vueltas sobre sí mismo, aquel clavó espuelas hacia la línea de combate.
Lo vio morir, penetrado por tres balas, desviado de la vanguardia mambisa por un error de percepción o más bien un exceso de coraje. Ni siquiera pudo rescatar su cuerpo. Tuvo que conformarse con salvar su propia vida y, de paso, ver retornar a Baconao en solitario.
Acababa de fracasar en su misión de custodiar un ángel.
DE CARA AL TIEMPO
Durante mucho tiempo hemos creído que Martí permaneció relegado en el campamento y que, en un arranque de temeridad de cuatro kilómetros, cargó por su cuenta contra los fusiles parapetados maleza adentro.
Esa es la versión más épica y mitificable. La que menos me gusta creer. Incluso así, se muestra la caída del héroe en una película extranjera de los 50, La rosa blanca.
Sin embargo, el libro de 2002, Dos Ríos: a caballo y con el sol en la frente, de Rolando Rodríguez, nos empuja del mito a la realidad más plausible. El avance y retroceso de Martí, con su posterior, irregular y definitiva arremetida, describe como pocas la entrada de un mortal en la eternidad.
Sea como sea, a un lado del Contramaestre quedaba un campamento despoblado donde ningún héroe hubiese elegido permanecer. Del otro, a mitad del día y de su vida, inconcluso como la carta en su bolsillo, yacía un apóstol roto por las balas. De cara al sol.