La comodidad del victimario

La comodidad del victimario

Una extraña sensación le recorre a uno el espinazo cuando está ante la materialización de ese dicho que habla sobre ver las bardas de tu vecino arder y poner las propias en remojo. Peor aún es darnos cuenta de que hemos abusado de ello, y calcular cuántas veces no hemos estado a punto de sustituir al incendiado.

Eso se pone de manifiesto en múltiples situaciones, pero en concreto me referiré al bullying desde dentro. No en el lugar de la víctima, sino de su victimario. Creo que es una de las posturas más prejuzgables y, sin embargo, interesantes que establece este fenómeno. Sobre todo en estos tiempos en que, afortunadamente, se visualiza tanto el sufrimiento de quienes lo padecen y, sin embargo, muy poco se analiza la comodidad de quienes lo ejercen.

Por supuesto, no hay apología posible para el abusador ni para nadie que hace injerencia en vida ajena con sus armas básicas (el lenguaje, las manos, un móvil), a largo plazo tan mortales como las de guerra. Lo que sí existe es una tendencia a creernos distanciados de lo negativo cuando lo denunciamos.

Siempre he encontrado muy tentadora la actividad del bully (el término anglosajón que alude al provocador), por cuanto tiene de resguardo para las personas de moral abyecta. No lo sé cabalmente, porque en mis círculos sociales la manifestación de esta problemática no ha sido constante, pero debe ser reconfortante para un cobarde verse rodeado de otros y, todos juntos, arremeter “como valientes” contra alguien que no sea él mismo.

¡El mal rato del que se ha librado! Y todo fue tan fácil como secundar una infamia colectiva, participar del apedreamiento verbal o literal un par de veces y abandonar el lugar como parte de la gran masa, sin el menor rezago que obligue a sostener la mirada del damnificado.

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La comodidad del victimario

Semejante miembro de la pandilla es tan deleznable o más que sus compañeros, por cuanto puede ser consciente de la gravedad de su actitud, y debido a ello es quizá el más cercano a una redención: si no de lo que ha hecho, por lo menos de sus actos futuros y de la función realmente útil a la que puede aspirar en el trato hacia otros, débiles o poderosos, en igualdad o desigualdad de condiciones.

El ejemplo tradicional que he descrito se complejiza cada vez más, teniendo en cuenta la presencia de la tecnología y los inaprensibles modos de actuar que permite, pero el camino que sugiero emprender es el mismo, a fin de cuentas. La empatía, si lo reducimos a una palabra. La valentía de admitir que tanteamos o incurrimos en esa práctica nociva. Reconocer que cualquier día podemos repetirla en un simple rato de intercambio entre amigos o colegas, y que para evitarlo debemos ser conscientes de nuestra propia vulnerabilidad.

En esta, como en tantas otras materias, me parece muy necesario fortalecer la habilidad personal de mirarnos frente al espejo. Es decir, la que va más allá de pararnos frente a un cristal y confirmar si merecemos gustarnos por dentro.

Aquel muchachito nuevo en el aula al que llamamos “palestino” y de cuyo acento nos reímos más de una vez; el tufo axilar que achacamos a su portador y no a su situación económica; las libritas de más que solemos palmearle a nuestro amigo “el osito” en vez de animarle a perderlas… ¿A que el bullying ha estado más presente en tí de lo que te gustaría pensar?

Entonces, cuando sales del pasado y te reencuentras ante al espejo, pueden surgir preguntas como: “¿En serio estoy yo tan lejos de ser tan cruel como el que más? ¿No habré hecho esa clase de daño alguna vez? ¿Podría repetirse?”. Qué hacer en lo adelante, depende más de ti que de cualquier campaña activista. Yo, que por mi parte he encarado ya mis demonios, opto por convertirme en un iluso de la imposible erradicación del bullying en algún futuro inconcebible; encuentro eso preferible antes que cometerlo una vez más, así, sin darme cuenta, como parte de la normalidad.

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