Hace algunos años leí un artículo de nuestra prensa que enumeraba razones por las que sentir el orgullo de ser cubanos. Ahí, entre diversos criterios que me convencían, me chocó de pronto uno por la superficialidad con que se insertaba.
El autor se refería, entre las muchas características positivas de este pueblo, a una en concreto, de esas que «se extrañan en la lejanía», parafraseando: el cliché de la viejita vecina chismosa.
Para mí, desde luego, se trataba de la simplificación de un defecto, no de una virtud, en parentesco con otras conductas tan nuestras que solemos confundir y normalizar en mutua sustitución, como la algarabía y el escándalo, o la afición y el fanatismo.
En el caso concreto del chisme, pese a lo bonachón que pueda sonar el cliché de una señora apostada en su portal a la caza de quién entra y sale del edificio más cercano, también lo encuentro normalizado como parte de la idiosincrasia de barrio en la que muchos hemos crecido.
Temo que en la práctica no se reduce a mironas inofensivas de la tercera edad, sino que abarca a sospechosos de todo género y rango etario. Tampoco me refiero necesariamente a la vigilancia útil en pos de denunciar lo mal hecho, sino a la gratuita perversión de los sentidos en esos espías, vigías y comentaristas frustrados que parecen llevar mejor que uno mismo la cuenta de sus idas y venidas.
La vida en comunidad de la gran masa admite un amplio margen de tiempo y espacio para que haya de todo en todas partes, y en cada vecindario la casualidad tiende a ubicar personas que, detrás de la inocente pedida de sal en casa del vecino, a veces lo que menos les interesa es la sal: un vistazo a tu última redistribución de muebles, al nuevo yerno de la vecina, a las compras que se pueden ver sobre la meseta a través de la rendija de la puerta, entre otras menudencias, son incentivo poderoso para una visita de vez en cuando.
Claro está que un solo rasgo no define una personalidad, incluso sobran las personas recatadas y nobles a quienes el chisme «no gusta pero entretiene»; no obstante, su continua materialización puede rayar en lo enfermizo y conducir a costumbres tan execrables como el clásico «hablar a las espaldas», incluso tratándose de gente conocida y muy cercana.
Una actitud que recomiendo adoptar bajo el bombardeo chismográfico de la cotidianidad que nos toca, además de la siempre bienvenida discreción, es hacer un relativo caso omiso al intrusismo ajeno en nuestras actividades, costumbres y novedades, así sea la averiguación de qué rayos llevamos en la jaba de camino al hogar.
¿Es posible? Vale la pena el intento, sobre todo cuando tu existencia, sin ser la más interesante, no depende del ejercicio diario de la intromisión para merecer un lugar en el mundo.
El ser humano es curioso por naturaleza, y a ello debe en gran parte su evolución histórica dentro de numerosas áreas, pero siento que su injustificado reptar por el mero entrometimiento es una muestra de involución. Más aún si lo legitimamos, si hacemos de ello un orgullo solo porque nos resulta común, como tantas prácticas en interminable proceso de erradicación que distan de enaltecer la cubanía.
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