El Niño arregla la tarraya con parsimonia. Gira la aguja larga de la que prende el nailon alrededor de las pequeñas cuadrículas y realiza un lazo para asegurar las coyunturas. No debe quedar ningún boquete por el cual huyan los camarones, incluso los más diminutos. Aprieta los nudos con la misma dureza que las circunstancias lo aprietan a él, como si él fuera el camarón, un ser pequeño que nada para sobrevivir, y el pescador, alguien allá arriba, se esforzara para cerrar la más mínima abertura que pudiera utilizar para escapar.
Las manos se conocen de memoria los trazos necesarios para realizar las reparaciones; igual las efectúa con calma, una red se monta en los 10 000 o 15 000 pesos, y eso si la encuentras en buen precio. “Todo anda demasiado caro”. Esta de ahora le salió en 2 000, pero debió entregar la vieja suya también.
El mecanicismo con que realiza sus movimientos devela que aprendió su oficio con el cuerpo, igual que nosotros al sostener una cuchara, rendirnos al amor animal o cruzar avenidas. Al final, han transcurrido más de 14 años desde que saquea los peces de los ríos de Matanzas para poder ganarse el pan. Sin embargo, los peces y panes no se multiplican con tanta facilidad. En las últimas épocas, escasean las intervenciones divinas.
Gracias a lo automático de su labor, su cabeza puede vagar con libertad entre los afluentes y los deltas de sus recuerdos, como la pequeña balsa de poliespuma y maderos amarrados con alambre que utiliza para adentrarse en lo profundo cuando en la orilla no pican. Tal vez rememoró el tiempo en que pescaba con sus amigos en su natal Mayarí Abajo, “más por pasarla bien que por el pescado”.
Cuando una práctica transita de entretenimiento a oficio, pierde su levedad. A diferencia de antes, cuando El Niño era más niño, ahora sí le teme a los días perdidos, a las cortadas en la palma de la mano por el sedal sin que su sacrificio de sangre a la madre de las aguas, al padre de los desatinos, se convierta en un galón de cinco litros donde flotan multitud de camarones que deben permanecer frescos hasta que aparezcan los compradores.
Rubiel Paz Torres, El Niño, dentro de poco cumplirá 40 años. Lo llaman así, porque por parte de madre es el menor de sus tres hermanos. No obstante, su pequeño tamaño y su constitución delgada, en que los huesos se muestran a relieve bajo su piel correosa —la columna vertebral del mundo en el centro de su espalda, los escalones de las costillas en un costado, los omóplatos como aletas a punto de nacer—, luce como esos infantes a los que sus madres les advierten que deben alimentarse más, porque van a desaparecer. Tal vez para reafirmar su condición de adulto se dejó crecer un bigote de pelusas rubias que casi no se nota.
La tarraya cuelga de un árbol en el patio de su hogar como un velo de novia. La casa se encuentra a medio construir: el canto desnudo muestra su carne amarillenta y porosa, y en una porción del edificio solo han levantado las paredes, pero aún falta el techo y la marquetería. El patio da a una de las orillas del Yumurí con sus aguas casi muertas.
Ahí, El Niño ha acomodado su propia base de operaciones. Construyó un muelle al juntar pilotes que clavó en el lecho del río a golpe de roca y algunas tablas que ha podrido la humedad. También buscó una tumbona, como las blancas que reservan para los turistas en Varadero, con el objetivo de descansar en lo que los camarones reaccionan a la carnada. Esta, o “el angó”, así él la llama, consiste en jaibas trituradas o pescado sancochado que mezcla con tierra y las prepara en un lavamanos metálico enterrado en el suelo. En el río, flota, amarrado por la boca con un cordel a una piedra en la orilla, un galón de cinco litros que usa para que los camarones se mantengan vivos.
Sus ojos, con esas hendiduras en la piel de los costados de quien trabaja al sol, mientras repara la red no siguen sus dedos, como tú o yo, por el miedo a pincharse. En vez de ello, cuando no se pierde en sus pensamientos, contempla cómo Kira, la perra de la casa —y que como a él se le notan por debajo del pelaje negro los huesos— olisquea la basura que arroja la corriente a su patio. En ocasiones, se acumulan tantos desperdicios en el río que él no puede siquiera tirar la tarraya, porque cuando la recoge encuentra chapillas de latas de cerveza como si fueran camarones, jabas de shopping como medusas, o pomos de aceite de cocina, peces de polietileno.
Solo detiene su labor para pegarse a la botella de ron que descansa a sus pies y para que no se le entuman las articulaciones. A causa de su mente que vaga libre en lo que teje y de los tragos, le viene a la cabeza un extraño pensamiento, “todo viene solo, como el camarón”. Quizá constituya una forma de amainar la carga mental del que vive según los designios de dos elementos que no controla: la naturaleza y la economía.
Los camarones desde el mar vienen a desovar al Yumurí. Colocan sus crías en el fondo y luego se marchan. Los adultos y, sobre todo, los recién nacidos durante su estancia en el río, se arriesgan a ser devorados por otras criaturas que necesitan alimentarse, peces, pelícanos o El Niño, que luego los canjeará por zapatillas para la escuela de sus hijas, Isis y Claudia, o las pastillas para el dolor de cervical de su esposa Yoania, o más cantos para terminar su casa.
Sin embargo, tanto los camarones como los pescadores, dentro de su propio orden natural, pertenecen a la escala más baja de la cadena alimenticia. Rubiel no debe preocuparse por los pelícanos ni por volver al mar sano y salvo, pero sí de la buena venia de los proveedores de paladares y otros negocios. Calcula con la mente el dinero de la jornada. Él vende a 10 pesos la unidad. En verdad, la ganancia oscila, porque hay días con bastantes compradores, y otros en que vienen dos o tres, o ninguno. “Cuando mínimo habré sacado 1 000 pesos”, concluye.
Esa mañana se despertó a las cinco y media y con el primer tarrayazo se percató de que desde su muelle no obtendría mucho, así que avanzó por la orilla del río hasta un lugar llamado la Curva de los carboneros, a ver si ahí la madre de las aguas se había espabilado un poco más, a pesar de la hora. Solo llevó consigo la pandonga, un artilugio parecido a las redecillas que en las películas del siglo XIX usan los niños para atrapar mariposas al vuelo, pero a mayor escala. Ahora se halla recostada en un árbol cercano a donde él teje su red.
Tuvo un poco más de suerte en la Curva, pero no tanta como hubiera deseado. A eso de las nueve regresó a su hogar, porque a dicha hora aparecían los clientes habituales y con la esperanza de que los camarones quisieran ya darse un paseo por esos lares. Preparó en el lavamanos el angó. Se aseguró de que el montón de tierra quedara lo más compacta posible, porque solo así la corriente no arrastraría los crustáceos que cargaba adentro y lo arrojó al Yumurí. También dispuso par de sedales por si algún pez caía y se sentó en la tumbona a esperar 15 o 20 minutos a que la carnada cumpliera su cometido. Luego lanzaría la red y le rezaría al padre de los desatinos. Repetiría ese ciclo —angó, tarraya, plegaria— hasta la tarde, solo interrumpido por la aparición de los compradores o de algún socio que viniera a conversar un poco.
Mientras Rubiel da aguja y realiza el recuento de su jornada, quizá reflexiona que probablemente la mitad de su profesión consiste en paciencia y constancia. Mas, estas dos cualidades a él le sobran, o tal vez no es que le sobran, sino que no le ha quedado otro remedio que practicarlas ascéticamente. Durante gran parte de su juventud dio bandazos de aquí para allá, como si realmente los boquetes de la red fueran tan diminutos que le costara colarse por ellos a pesar de su pequeño tamaño.
Durante siete años trabajó de panadero en Mayarí, hasta que el jefe de turno le hizo una mala jugada cuando no le pagó aquellas jornadas dobles, donde asumió además del amasado, el horneo. Desde aquel momento hasta hoy, El Niño no luce como un rapaz solo por su pequeño tamaño, sino también por una benevolencia intrínseca que se refleja en su trato suave, y en su hablar como el balbuceo de los peces. Sin embargo, a pesar de toda su nobleza, no iba a permitir que le metiera el pie, así como así; aunque pareciera un infante, no se chupaba el dedo, y todo hombre tiene derecho al pan que pueda agenciarse, según su capacidad y esfuerzo.
Después de ese episodio, se fue hacia La Habana. Allí se ganaba buen dinero, pero todo transcurría demasiado a prisa. No se acostumbró a la agitación de la ciudad, como un río en crecida, sucio, revuelto y vertiginoso, muy diferente a la calma chicha, a los largos silencios y al ritmo lapso de los asentamientos rurales. De todas maneras, permaneció allá solo seis meses. Alguien, aún no sabe quién, otro hijo de su madre, al igual que el jefe de turno en la panadería, dio un chivatazo y «tuve q irme» pa Oriente.
Luego de una estancia en Mayarí cogió carretera de nuevo, esta vez hacia Ciego de Ávila, un tío suyo, jefe de una brigada de limpieza de marabú, le ofreció pincha por allá. Así recorrió buena parte de la Isla; pero resultaba una labor muy gitana y demandante. Aún recuerda que sus manos algunas noches eran más ampollas que manos. Por eso, después de par de años, también abandonó ese empleo.
Entonces, una tía de él, asentada en Matanzas, le pidió que la ayudara a levantar su casa. Una sonrisa breve, como un aletazo, se le fuga en lo que aprieta uno de los nudos en la tarraya, cuando dice que vino por una semana y ha transcurrido más de una década, pero fue donde encontró su abertura en la red. Sin lugar a dudas, constituyó la mejor opción para establecerse, “la mejor, porque se gana dinero más rápido”, piensa. Además, no se mueve a las mismas velocidades de La Habana, sucia, revuelta y vertiginosa.
Acomodado en la ciudad, se juntó con la que sería la madre de sus hijas, de la que se separó unos años atrás. Primero se dedicó a la albañilería. Quiso entrar a los contingentes que enviaban a Varadero a construir hoteles, pero solicitaban obreros calificados y él no poseía ese título. Estudió la especialización —todavía hoy cuando el Yumurí se cierra en su mutismo y sus aguas se vacían por un mal tiempo o porque no está para él, realiza sus “pinchitas” por ahí—, pero igual nunca ha puesto un pie en un resort. Quizá se pregunte de dónde saldrán los camarones que devoran los turistas que los visitan; si los capturan tipos como él, pero con mejores conexiones o más cercanos a la madre de las aguas.
Por un momento, detiene la aguja, para que descansen las articulaciones, y observa a través del patio la porción posterior de su vivienda. Nunca ha sido mucho de proyectarse al futuro. Los días se le acumulan uno detrás del otro, como peces despistados en la tarraya. Avanza solo con la certeza de que después de ese aparecerá otro, al fin y al cabo, “todo viene solo como el camarón”, pero sí le gustaría “terminar su casita y, después de eso, que venga lo que venga”.
Pidió el terreno unos 12 años atrás. Cuando colocó el primer canto en esa zona, a un costado del barrio de La Marina, había solo escombros y matorrales. Ha tenido el placer, de a poco y según sus posibilidades, de armarla. La satisfacción de crear algo desde cero resulta muy diferente a la de saquear, aunque sea al corazón de los ríos, a las entrañas del mar.
Mientras mira hacia la casa, por la puerta trasera emerge Yoania Frómeta Pupo. Es una mujer flaca, más alta por unos centímetros que él y de cabello largo, tanto que lleva una parte recogida en una gorda cebolla y aun así le cae sobre los hombros. Con su caminar encorvado —últimamente los dolores de espalda la doblan sobre sí misma y no le permiten trabajar en algo más que no sean las labores domésticas— se acerca a su marido.
Ella siempre cuenta que lo mandó a buscar como a un paquete extraviado en una oficina postal en otra provincia y El Niño no lo niega, aunque, cuando Yoania relata su versión de cómo terminaron juntos, este realiza un mohín con la boca y entorna la vista. Si le preguntaran al pescado, por una simple cuestión de orgullo, nunca aceptaría haber caído en la red, sino que aseguraría que se enredó en ella por deseo propio.
Cuando El Niño hizo estancia en Ciego de Ávila, fueron novios. No obstante, ella se quedó allá y él migró hacia Matanzas. Ambos continuaron con su vida alejados el uno del otro. Cinco años atrás, vino de visita su tío, el jefe de la brigada de chapea de marabú. Comenzó a indagar, así como si nada, si estaba con alguien y él que no, que andaba solo. Entonces, le soltó el recado que le encargaron: “Yoania quiere saber si continúas interesado en ella”. En un primer momento no le contestó, pero transcurrió una semana y, antes de marcharse, el tío le lanzó un ultimátum: “¿Vas a ir o no?”, y bueno, se fue para allá.
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Ahora le preguntan qué le gustaría que cocinen para la noche: “lo que sea, menos pescado”. Rubiel asegura que se lo come porque es un plato fuerte, pero cuando no queda otro remedio. Se considera fanático al pescado, pero “a pescarlo, no a comérselo”. Si la cuestión es sobre el camarón, contestará que para él “es faisán”, y colocaría la mar en la tierra y la tierra en la mar. A Yoania le gusta el pescado, pero ni un ápice del camarón. Le sucede parecido con la ciudad, tampoco le agrada, pero permanece en ella por El Niño.
“Ve y cómprame una caja de cigarros con la vecina”, le pide a su esposa y, mientras contempla cómo esta se pierde de nuevo por la puerta trasera y Kira detrás de ella, se toma otro trago. La historia de cómo él y Yoania se reencontraron —la reclamación del paquete extraviado en la oficina de correos—, lo conduce otra vez a ese pensamiento que le ha rondado en la cabeza toda la tarde. “Todo viene, como el camarón”.
Después de una década como pescador en el Yumurí, él considera que se conoce el río a la perfección, como si sus aguas verdes, sucias y casi muertas circularan por sus arterias, como si fuera el patio de su casa y tal vez, literalmente, puede concebirse así. No obstante, algunos días, aunque todas las condiciones sean propicias, el camarón no corre, tanto el adulto como la cría, porque no le da la gana y ya. En otras ocasiones ocurre lo contrario, parece que no capturará nada, pero se va con 2 000 pesos.
“Solo hay que seguir luchando”, concluye y regresa a dar las últimas puntadas en la red, a apretar el nailon lo más fuerte posible, para que no quede ni un boquete.