Cuando tenía 13 años, unos amigos se aparecieron en mi puerta con un casete que, según prometían, aclararía muchas de mis dudas. Alguno de ellos se lo había robado al padre y sabían que a esa hora en mi casa no habría nadie. Era pornografía. Contenía varios videos, uno a continuación del otro, con diferentes actores y actrices, y en disímiles composiciones. Observé cómo los cuerpos de “papel maché” se acoplaban de diferentes maneras en formas que nunca creí posibles, incluso, que desafiaban la anatomía.
La primera vez que supe, con todas sus contorsiones y toda la piel disponible, qué era el sexo fue ahí, sentado en un sillón, sin moverme, igual que los socios del barrio, desperdigados por aquí y por allá en la sala, y todos con los ojos clavados en esa danza de imágenes y gemidos.
En Cuba, hace mucho que se consume pornografía, desde postales que se vendían en prostíbulos a principios del siglo XX, hasta esos casetes o CD que se pasaban de mano en mano entre amistades. No obstante, si antes resultaba más difícil conseguirla, ahora, con el arribo de la Internet, la tienes a tu alcance con solo un par de toques en el “táctil” del celular.
No vengo a conferenciar acerca de la ilegalidad o no de su uso, o las atrocidades de una industria que, literalmente, se alimenta de la carne humana; sino de lo nocivo que puede llegar a ser, sobre todo, para aquellos que encaran su sexualidad por primera vez, como yo cuando tocaron a mi puerta con 13 años, si sus primeras nociones acerca del tema se las enseñaran pornstars.
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En la actualidad existen muchos tipos de pornografía, se pudiera decir que para infinidad de gustos o morbos; no obstante, aquella que más se consume, a causa de los rezagos de la sociedad machista en que nadamos, se centra en lo heteropatriarcal. Ello, en este tipo de contenido, se muestra en que casi todo el placer va dirigido de la mujer hacia el hombre, y la primera en no pocas ocasiones solo funciona como un autómata y con fingimientos que rozan lo irreal.
Estas fantasías sonoras y visuales te hacen pensar desde que la penetración constituye lo esencial, hasta que el hombre se evalúa según su resistencia, o que todas las mujeres deben poseer una gran elasticidad.
Cuando permitimos que ideas como estas se fijen en la cabeza de adolescentes y no se desvirtúan a tiempo, entonces ellos intentarán imitar y reproducir dichos estándares, lo que conduce a prácticas íntimas poco sanas y nocivas que, incluso, pueden llegar a la violencia. Hay una máxima en la que confío, que explica que la realidad siempre será más rica o sabrosa que la ficción. En este caso también se aplica.
Alcanzar la plenitud no solo se trata de acrobacias y aguantes, sino de sentirse cómodo con la pareja y realizar pactos para que ambos disfruten y logren complacerse, sin forzar nada ni encontrarse regidos por estereotipos que lleguen a convertirse en cadenas y causas de frustraciones, enajenaciones y desconfianzas.
La idea de este comentario se centra en advertir de los peligros que puede provocar engañarse con paripés y creer que todo debe funcionar así, porque, si no, no irá más allá de una mala experiencia.
La educación sexual puede constituir una valiosa herramienta para evitar que, sobre todo los varones, se dejen embaucar con los cantos de sirenas y sirenos; mas, esta debe moverse más allá de su clásico rol preventivo contra embarazos o enfermedades venéreas, y referirse a la búsqueda del placer, la autoexploración, la necesidad de poseer una vida sexual plena.