El Cinematógrafo: Oggun y el arte impenitente

Quien domina la narrativa sin palabras ya domina el lenguaje básico del cine; primer punto para justificar mis líneas. Por otra parte, en estos tiempos tan faltos de épica, casi una palabra en desuso, que un joven creador matancero saque a relucir nada menos que un proyecto como Oggun the penitent, reconocido en un concurso británico online y estrenado en el cine Velasco en uno de esos pases poco concurridos e intensos a los que parece abocada la cinefilia, es más que una sorpresa en el panorama del audiovisual animado actual: cuanto menos, para los estándares de quien batalla a golpe de tintero, es épico.

Pienso que la necesidad de que nos cuenten una historia forma parte de todos nosotros, por muchos y diversos que seamos. Que el ser humano, como sucede con la comida y el sexo y el olor de la tierra, cada cierto tiempo siente la premura lúdica de lo primitivo, de regresar a esa felicidad postergada. Así que de vez en cuando se agacha ante la fogata a oír crepitar las historias más fascinantes y simplemente disfruta, disfruta tanto como un guerrero saciándose de un banquete al abrazo de su amada.

Homero patentó ese invento, quizás el más demandado y copiado por competidores de cualquier calidad y en toda clase de disciplinas. Pero aunque mucho haya cambiado, y el calor de las fogatas se supla con el de un libro abierto o el de un filme que discurre ante nuestros ojos embelesados, ahí sigue el deseo de que nos destinen el delicado arte de contar. Carlos Daniel Hernández León es uno de esos retadores del inventor ciego, y Oggun the penitent es el arma que elige para desafiarlo.

Lo desafía con la sorda bravura del artista joven y, a la vez, con el inusitado respeto de un viejo rival. Porque sí, a un conjunto brioso y fresco se contrapone una madurez sin la cual sería imposible concebir la eficacia de esta pieza breve, apasionada, ¡muda!

No solo lo digo por el atrevimiento de su idea ni por el atractivo sugerente de sus trazos o la elevada temperatura de su cromatismo, sino también porque Hernández León ha conseguido en menos de 10 minutos lo que a los cinéfilos terminales tanto nos atrae desde el período mudo: sintetizar la grandiosidad y el intimismo, la tragedia y el humor, lo encantador y lo terrible, al margen del escenario en que nos sitúa y de los arquetipos que lo pueblan.

Que parezca que no hay guion, que todo es un simple corto basado en la tradición de los Orishas, cuando entre principio y fin de la proyección más bien hay miles de años e inspiraciones, asimilados por alguien que piensa lo que cuenta y en nosotros, su audiencia alrededor del fuego. O sea, admirable visualidad aparte, es un estupendo tusitala (“contador de historias”, como llamaban los samoanos a Stevenson) al que no conviene perder la pista, pues se nota en su obra un bagaje y una habilidad para reflejarlo, que escasean en realizadores de su edad; estén estos donde estén, en cualquier lugar del orbe.

En este caso, el autor podría perfectamente desconocer las andadas de Aquiles y sus hordas, de Conan y lo cimmerio, de Sigfrido y los nibelungos, de Arturo y su Camelot, que da igual: no puede rehuirlos porque el común elemento epopéyico en la concepción de caracteres, con un toque de exaltación medieval en la dramaturgia, sobresale con tal naturalidad que debe estar arraigado en su ADN, de otro modo no se explicaría la organicidad ante tantas influencias y estilos.

Sabe llegar a la esencia, más difícil aún al privarse de la posibilidad de la palabra. De hecho, eso siento que son sus imágenes, juntas y por separado. Esencias, compuestas en el plano con sabiduría: de lo romántico, de lo violento, de lo melancólico, de lo divino.

Además, lo anterior funciona trasladado a la religión afrocubana y le calza tan bien que uno se pregunta cómo no es en sí un subgénero, con lo cual Oggun… cumple la función de advertir sobre un tema tan interesante, desatendido por nuevas generaciones de artistas y no siempre abordado en el primer plano de la cultura cubana desde maneras innovadoras y no meramente reproductivas (con excepciones como el Patakín de Manuel Octavio Gómez). Ni eso ni la apropiación de determinados parámetros del anime traicionan la autenticidad respirable en cada fotograma: Hernández no se somete a la representación tradicional de sus deidades ni las abandona en beneficio de una fantasía shonen adulterada; mantiene un perfecto equilibrio entre sus distintas escuelas de aprendizaje y disfrute.

Podría no gustarme lo épico y, por consiguiente, despreciar un producto correspondiente por entero a esa matriz, que no es el caso. Sin embargo, más posibilidades hay de hacer rechazo a lo que se desconoce, a una mitología distante de uno mismo, y solo ocurre lo contrario cuando el acercamiento está logrado, es coherente y facilita la retroalimentación gracias a una pureza narrativa envidiable.

Decía Brecht en boca de su Galileo: “Pobre de la tierra que necesita héroes”. Hoy me atrevo a decir: pobre de la era que necesita épica. Y qué suerte compartir la era, la tierra y la pasión de un cantor de gestas como Carlos Daniel Hernández León, homérico e impenitente.

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