No fui uno de sus alumnos. No compartí con él más allá de un par de actividades de las cuales, cosas de la vida, ni un apretón de manos recuerdo. Por tanto, muchos otros pueden decir más que yo de su persona, de su profesionalidad, de su altura humana. «Ahí va Espino», oía decir en la universidad, y poco a poco supe quién era.
No obstante, algo me une a él pese a haber sido prácticamente desconocidos durante el tiempo en que compartimos la casa de altos estudios, yo de polizón y él ya en sus años de veteranía: una febril pasión por el cine, de esas que no son normales y que entre cinéfilos se identifican de un lado a otro del salón de reuniones, del cineclub universitario.
Presenciar el mimo con que hacía posible la proyección de un audiovisual, cualquiera, era evidencia suficiente de que el respeto con que se le señalaba a sus espaldas estaba más que justificado, que la admiración a su persona no se basaba en doctorados, maestrías, años acumulados por acumular ni guayaberas de estirpe catedrática: allí, en sus dominios, decir cine era decir su nombre.
Pero parece ser que sus dominios y aptitudes no acababan allí, pues desde la Uneac, desde las carreras de Periodismo y Comunicación Social que ayudó a fundar y desde las páginas del periódico El Universitario, cuya llama mantuvo viva mientras estuvo a su alcance, basta con echar un vistazo a sus roles y méritos para comprender qué tipo de sangre juvenil, inconforme, corría por sus venas además del celuloide.
No obstante, siempre lo vi como a uno de esos mentores stevensonianos que se empapan de la juventud a su alrededor y viven su madurez con la frescura del incansable. Su mirada como de quien ve más allá del resto, el vestir tan formal como casual y ese paso acelerado entre edificios docentes conforman la imagen que de él me llevaré.
Mi plan de estudios cuando ingresé a Periodismo no incluía su persona, sus enseñanzas, y es algo que lamentaré siempre, así como la timidez que sentí en las escasas oportunidades que tuve de entablar conversación con él.
Pero, al mismo tiempo, aunque me falten muchos, de momento poseo motivos de sobra para admirar y respetar a ese activista cinéfilo, a esa fuente de cultura, a ese ser humano que pasó por mis días universitarios como una buena película que acabó demasiado pronto, de súbito, sin advertir cuántos rollos quedaban en el proyector.
Hasta siempre, Luis Santiago Espino García. Un alumno editado del segmento final de tu vida te saluda.
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Gracias José Alejandro por tus palabras hacia mi padre