Los 6 de enero al despertar siempre buscaba debajo de la cama mi regalo por el día de los Reyes Magos. No sabía cómo en el lomo de un camello habían atravesado la ciudad y no se armó un alboroto. El único de esos animales que había visto en mi vida fue en unos carnavales y te cobraban un CUC —cuando él era dueño y señor de todo— por montarlo, así que me quedé con las ganas.
Tampoco entendía cómo tres personas entraron a mi casa, no más grande que una caja de zapatos, escondieron los juguetes y se marcharon, y no lo notaron mis padres. Por historias así, de gente que en la madrugada invadía los hogares, mi madre instaló una reja en la puerta del frente.
Sin embargo, reflexionaba con esa lógica infantil donde la realidad resulta similar a una plastilina, siempre moldeable a la imaginación, que eran magos, al igual que Merlín o Hermione. Por tanto, todo era posible, como que al cerrar los ojos podía volverme invisible o que mi oreja era una alcancía, porque un payaso en una fiesta de cumpleaños sacó de ahí una vez un peso macho y yo a veces me la rascaba y me la rascaba por si aún quedaba otro trabado ahí.
Al crecer, me percaté de que no poseía el don de la invisibilidad —aunque a veces me siento así en ciertas oficinas y para algunos chóferes— y que el payaso me había engañado, porque el dinero no crece en los cuerpos; pero todavía creo en los Reyes Magos, aunque sepa que en la mañana del 6 de enero bajo mi cama solo hallaré pelusas, al muy descarado del perro que le encanta esconderse ahí en las noches, o un zapato que lancé de una patada y lo buscaba hace días.
No obstante, no me trago el cuento de que utilicen camellos; sino que los cambiaron por bicicletas Forever, y le colocaron un asientico de madera en la parrilla para que cupiera un niño pequeño, o emplean el transporte público y solo creen que pueden hacer uso de la hechicería cuando desde la lejanía observan una guagua y se dicen “va a parar” y para; o, en la mayoría de los casos, gastan suelas de aquí para allá en búsqueda del oro, el incienso y la mirra, y del detergente de fregar y del paquete de picadillo que estirarán para tres comidas o de las libretas nuevas, porque las que repartieron en la escuela del hijo no alcanza para todas las asignaturas.
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Los considero reinas y reyes, aunque su territorio termine después de la verja del jardín, e incluso algunos no tengan los papeles de su reino o sean gobernantes en el exilio. Los buenos monarcas no son aquellos que le ordenan a un general que se transforme en albatros o hacen rodar las cabezas al girar su cetro, sino los que quieren complacer a los suyos y por ello van al país vecino a pedir un poco de canela, porque así le gusta a su príncipe el arroz con leche e intentan que las arcas reales no se vacíen, aunque para ello deba abandonar la corona y colocarse la cofia de enfermera o el casco del constructor o el gorro de chef.
Magos los considero, sin importar que de su chistera no aparezcan conejos, sino un pedazo de mortadella, que se debe freír para ser comestible, o de las mangas en vez de palomas, unos muslos de pollo que cocinarán de seis maneras diferentes para así engañar y engalanar el paladar o no corten una persona por la mitad con un serrucho, sino que dividen a la mitad los pedazos de bistec para que sus vástagos coman más proteínas.
Aún creo en los Reyes Magos, porque confío en el amor de los padres, en ese cariño que constituye resguardo para los infantes que no deben crecer en una Isla donde no convivan junto a los milagros. Ellos protegen la inocencia a toda costa, porque saben que cuando se pierde nunca regresa y ese mundo plastilina se convierte en un lugar regio y rígido, donde no existen ni los dragones ni las hadas ni Batman.
Los verdaderos Reyes Magos son aquellos que viran al revés una ciudad, como si fuera un bolsillo en cuyo fondo quedó atrapada una moneda, para conseguirle un juguete a sus hijos, a veces con el cálculo en la cabeza de que un robot con luces rojas en los ojos que encienda-parpadee equivale a un par de tenis nuevos o una muñeca con un bello vestido de encajes, las viandas de un mes, pero ello no importa, hay mucho que defender.
Ellos van de tienda en tienda, de mipyme en mipyme, de bazar en bazar. Quizá no sea el que sus niños escribieron en la carta el día anterior; pero cuando se despierten sabrán que Melchor, Baltasar y Gaspar —aunque sus nombres reales sean Alejandro, Amarilys, Gilberto o Yaidima— ahí estuvieron y atravesaron una avenida en camello por su bienestar, y que los milagros no están tan lejos de sus pequeñas manos. (Ilustración: Carlos Daniel Hernández León)