Del otro lado del mundo: Qingdao, al fin el mar…

“Desafiar el frío y correr en la playa como quien conoce el mar por primera vez”. Fotos: de la autora.

Casi cuatro meses en Beijing y poco menos de dos semanas para regresar a Cuba. Días de agobio, de despedidas, de dormir poco, de soñar con el regreso. Abrazar probablemente por última vez, ser conscientes de que casi se termina la aventura de este viaje. Perdonarnos todo porque al final lo importante es lo vivido. Bloquear demasiadas emociones para poder disfrutar las últimas semanas y abrumarnos entre cajas de DHL y basura por todos lados.

Sentarte en tu sofá y escuchar embelesada la risa de la sobrina que aún no te conoce del otro lado del mundo, planear encuentros y fiestas sorpresa que no realizarás y llorar por cualquier cosa.

Hacer la maleta del regreso, la más difícil. Querer llevarlo todo, desde el dibujo del panda colgado en la pared hasta la copa de vino que ha viajado a todos los departamentos de tus amigos. Mirar tu cuarto, la vista deslumbrante de Chaoyang desde la cocina y el último atardecer desde la ventana. Descubrir el edificio en silencio y las llaves en las puertas de los que se van marchando. Tardes heladas de cafés, agobio y tristeza, pero también alegría y emoción cuando recuerdo que en pocos días el frío solo será un recuerdo y el acento cubano la voz colectiva en el Aeropuerto Internacional “José Martí”.

Atardecer.

Últimas semanas, conferencias de cierre, cenas y postales de despedida, boletos de regreso en un chat de WhatsApp, regalos para no olvidarnos (como si fuera posible) y risa desbordante junto al té hirviendo en las “juntadas” finales. Visualizarme en menos de 15 días abrazando a mis padres, degustando el café que tanto he añorado y sumida en mi rutina habitual.

Dejar Beijing con muchísimos sentimientos encontrados, pero con la certeza del viaje cognitivo, geográfico y espiritual que ha sido para todos.

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Viajar a Qingdao fue el resumen de muchas primeras veces, de encuentros inesperados, amigos maravillosos y el mar… con los puntos suspensivos que amerita después de casi tres meses sin disfrutarlo.

Playa Qingdao.
Playa Qingdao.

La ciudad, perteneciente a la provincia de Shandong, es mundialmente conocida por ser la cuna de la Tsingtao, la reina de las cervezas chinas y por su puerto marítimo en el Mar Amarillo, uno de los de mayor actividad en el mundo. 

De su tránsito como concesión alemana entre finales del siglo XIX y principios del XX han quedado, además de la impresionante Cervecería de Qingdao fundada en 1903, importantes vestigios arquitectónicos del estilo baviera en el paisaje urbano de la ciudad.

Catedral de San Miguel, iglesia católica ubicada en la parte más antigua de Qingdao, en el centro de la porción de la ciudad de origen alemán.
Catedral de San Miguel, iglesia católica ubicada en la parte más antigua de Qingdao, en el centro de la porción de la ciudad de origen alemán.

El contraste chino y europeo en los edificios deslumbran al visitante mientras se recorren las ocho calles del barrio Ba Da Guan, antigua zona germánica ocupada, donde se pueden apreciar, entre otros, algunos de sus monumentos más distintivos.

Qingdao sufrió además varias ocupaciones japonesas hasta que fue recuperada por los chinos definitivamente en 1922. Reinaugurada en 1984, se ha convertido en un puerto comercial importante, el cuarto más grande después de Shanghái, Tianjin y Guangzhou.

Llegar a Qingdao resultó mi primer y único viaje sola en China. Pero puedo decir que disfruté mucho esos más de 430 kilómetros en tren bala desde Tang Shang, mirando el paisaje de una China casi desconocida, mucho más rural y agrícola en contraste con la bulliciosa capital.

Qingdao me supo obviamente a cerveza: en copas, en vasos desechables y en bolsas de nailon frente al puerto. También me dejó el sabor a mariscos, y a comida china que disfruté por primera vez desde mi llegada, desde los pepinos de mar y langostinos hasta los caracoles al ajo y las ostras, auténticos platillos que no hubiera probado de no ser por Cynthia, mi partner cubana de ese viaje, uno de los mejores hallazgos de Qingdao y mi guía por la gastronomía costera de esa ciudad. Y, por supuesto, la cómplice para desafiar el frío y correr en la playa como quien conoce el mar por primera vez.

La pendiente de la sagrada Montaña de Xiaoyu y sus gaviotas revoloteando, la plaza del Cuatro de Mayo y su escultura del viento, símbolo de la ciudad; la tarde como hinchas del equipo local, el “delivery especial” de la primera noche y el paseo por el Centro Olímpico de Vela, la Plaza Wusi y el puente Trestle han creado imágenes demasiado vívidas en mi memoria poética.

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Beijing en medio del inicio de los días más crudos del invierno es un ciudad de transeúntes sumergidos en sus teléfonos móviles, de mujeres sofisticadas luciendo abrigos que solo vemos en las películas, niños demasiado tiernos con sus anorak acolchados, y es también una ciudad donde la gente parece disfrutar la nueva estación mientras los latinos nos congelamos al timón de una bicicleta de Alipay. 

Es el paisaje gris mientras recorremos el Templo del Cielo a dos grados de temperatura y las hojas doradas acumulándose en los parques, en las aceras, en los bancos… Son los cafés, ahora a puertas cerradas, los mensajes en el móvil con pronósticos del clima, sugiriendo usar mascarillas por la contaminación o los más clásicos con promociones intrascendentes. Es no abrir nunca más las ventanas, o al menos posible para no morir de frío.

Beijing, tan romántico, queriéndonos despedir con temperaturas bajo cero, pero regalándonos la primera nevada del año un sábado de noviembre mientras desayunamos juntos por última vez. Beijing, nuestra casa, nuestro hogar de los que dicen adiós. 

Pero Beijing nunca hubiera sido lo mismo sin ellos.

“Ellos, mis amigos de China, el corazón que me ha sostenido en este lado del mundo”.

Ellos, una y otra vez, los que me animan a no dejar las fiestas temprano como suelo hacer; los que preparan caldos para el frío en un almuerzo que se extiende hasta la tarde noche y se acompaña de vino para reírnos de las mismas cosas, de las aventuras protagonizadas en estos meses, del cierre y los vuelos de regreso y de los planes de reencuentro en Punta Cana, Buenos Aires o Ciudad de México.

Ellos, sorteando entre todos los cambios de humor, porque a estas alturas nos conocemos tanto que sabemos exactamente qué hacer o decir en cada circunstancia. Ellos, los brazos que arrastran mis maletas por todo el aeropuerto junto con las suyas, las manos que sostienen las mías cuando una turbulencia en medio del vuelo me descoloca; el café de la noche más aburrida en Beijing, los que me hacen las fotos más bonitas sin importar cuántas veces les pida repetirlas.

Ellos, los que no dejan que nadie se aburra en una guagua y organizan playlist,  fiestas de disfraces, pijamadas y lloran en cada ciudad cuando nos despedimos de  Marlene, de Vera, Arturo, Diego, Valentina… Los latinos en China, los amigos que todos quieren tener, las reuniones a las que todos quieren asistir, la gente escandalosa del edificio 12 y sus alrededores. Ellos, mis amigos de China, el corazón que me ha sostenido en este lado del mundo.

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Sobre el autor: Lisandra Pérez Coto

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