El tambor lo acercan a una pequeña fogata que armaron en medio de la calle, quizá con par de periódicos viejos que usaron como mecha y las patas de una cama que no aguantó tanto combate cuerpo a cuerpo y par de tablas que tienen guardadas para cuando aparezca el ciclón trabar las ventanas.
Las ventanas de toda la cuadra están abiertas de par en par, porque nadie quiere estar ajeno a la celebración, incluso los vecinos finos, los de “nosotros somos personas decentes que dormimos a las 10” —aunque sea para después quejarse de que con tanta bulla no pudieron descansar en la noche bien y por eso por primera vez que llegan tarde a la oficina— de cómo las lenguas de fuego lamen el cuero.
El cuero se calienta y se contrae, y ahora cuando lo golpeen sonará más seco, con más bajo, con más estruendo; pero también el calor se transmitirá a las manos del músico y de ahí a los tenis, a las chancletas metededos, los popis de vestir remendados de los ancianos que no renuncian con 70 años a ser dandis, y sube y sube, por las pantorrillas, por las caderas, por los hombros y corona la cabeza de los bailadores.
Los bailadores permiten que el ritmo-calor se apodere de ellos: niños que aún no aprenden la Z de zapato ni la T de tristeza, amas de casa que estuvieron todo el día velando para que la leche no se les botara, muchachos que sueñan con comprarse una motorina; al final, para todos ellos y hasta para ti, el baile constituye un acto reflejo, como si el esqueleto quisiera abandonar la carne. Por eso, aunque seas el tipo más serio, con mucho clordiazepóxido en tu sistema y arrugas por fruncir el ceño, cuando oyes la tumbadora sonar se te mueven solos los pies.
Los pies ahora raspan el asfalto, gastan suelas, van en búsqueda de los ancestros al repetir los mismos gestos que ellos hicieron décadas antes, cuando un matahambre costaba cinco quilos y de ahí su nombre, o mucho más para allá cuando en el barracón solo a través de la danza y los tambores podían pedirle a los Orishas que recordaran que en esta parte del mundo, fuera de sus selvas y sus llanos del África ardiente, había hijos suyos que pedían que les abrieran los caminos, que les mostraran para que pudieran alcanzar la libertad, tanto la física como la del alma, la mejor vía.
La vía pública la cerraron y ese Lada que pita y pita —nunca más alto que la trompeta china o los cencerros— que se espere, o busque otra calle por la cual seguir, porque esta noche la vía ya no es pública ni la rumba la detiene nadie, aunque el cielo descargue las siete potencias, aunque avisen que van a entregar un pernil de puerco en la bodega, y si al chofer no le gusta que se una a los festejos sin importar que sea medio pirata y tenga una pata, o las dos, de palo.
Un palo y una lata dicen que le basta a un cubano para armar una fiesta, y no es que nos conformemos con poco; si fuera por nosotros dejáramos ese ron chispa de tren —chipetrén— abandonado en los alambiques de fabricación casera que ayuda a liberar las articulaciones y nos ahogaríamos en Habana Club Selección de Maestros o en cerveza Cristal, incluso nadaríamos en ellos, o nos empacharíamos de tanta yuca con mojo y carne asada. Sin embargo, no puede ser, así que gozaremos con lo que tengamos a mano; nada, pero nada de nada, podrá arrebatarnos estas ganas de vivir que retumban en el pecho como un tambor. (Fotos: Raúl Navarro)
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