¡Una guagua! Después de una larga espera y persistente llovizna, se percibe el vehículo en la desolada carretera, con asientos vacíos. Ella extiende la mano, hace la seña y cruza los dedos en espera del milagro. Pero el chofer, como ya sucedió con otros, voltea su mirada en sentido contrario, como quien no ve, o mejor dicho: no quiere ver.
Como efecto mariposa, al otro lado de la ciudad, un auto se detiene en una parada sobresaturada de personas que esperan por el transporte urbano. “¡Al fin un alma caritativa!”, murmuró alguien. Pero justo en el momento en que una anciana va a montar, un hombre corpulento la empuja hasta casi tumbarla y ocupa su puesto.
“¿Empatía? ¿Sensibilidad? ¿Qué es eso?”, nos preguntamos muchos al presenciar escenas como las anteriores. Ninguna de las dos es fruto de la inventiva, sino cápsulas de la cotidianidad que dejan mucho que pensar.
A no ser que existan inspectores en las paradas, vehículos de chapa “B” andan y desandan vacíos, mientras el sol y la desesperación hacen de las suyas en transeúntes que requieren desplazarse a grandes distancias, y no tienen todo el tiempo del mundo para hacerlo, porque hay trabajos a los que llegar temprano, hijos que atender y otras tareas que precisan inmediatez.
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Si bien es cierto que en los últimos meses, más bien desde hace unos años, la escasez de combustible es una de las problemáticas que en Cuba se han agudizado, hay otro fenómeno aparejado que golpea más fuerte a la sociedad: la indolencia, que no se limita al sector del transporte, aunque estos ejemplos bien que lo ilustran.
Choferes estatales de comportamiento poco ejemplar en ese sentido, incluyendo en ocasiones directivos ajenos a realidades, que sobre llantas olvidan al prójimo, son claros ejemplos de que el transporte en Matanzas, como en otros tantos lugares de la Isla, enfrenta males al margen del petróleo y sus derivados. Si bien el origen del escenario se debe a una contingencia económica que desafía las posibilidades del país, dichas actitudes no contribuyen a aliviar las circunstancias.
Otro tanto podríamos hablar acerca de los de chapa “P”, porque esos han dado riendas a la imaginación con sus tarifas. Ahí entra el caso, que atestigüé, de un anciano con necesidad urgente de acudir al Faustino desde el Pediátrico: el “auxilio” le salió en casi 2 000 pesos.
Pero como ya comentaba, la falta de sensibilidad no atañe solo a ese sector. También ejemplifican la indolencia esos camilleros que se desentienden de sus camillas, con enfermos incluidos, para jugar a escondidas con el móvil; dependientes de tiendas que hasta que no terminan de enterarse del “cuento” del colega no atienden al cliente delante, por largo que sea el cuento; productos despachados con evidentes libras de menos, en estos tiempos de crisis en que cada grano cuenta; maltrato y abandono a personas vulnerables, sobre todo ancianos, de formas más o menos sutiles.
Felizmente, no son todas las personas que propugnan tan pésima práctica. Las hay desbordantes de humanismo, que no se cansan de ayudar ni buscan algo a cambio, salvo la satisfacción de haber hecho el bien.
La empatía es algo tan sencillo como ponernos en el lugar de los demás; pensar que, si no tuviéramos el carro, pudiéramos ser perfectamente nosotros los derretidos al sol, o un primo, o nuestra madre; o que el paciente en la camilla pudiera tener nuestra sangre, y su dolor ser el nuestro.
Sí, existe crisis y desabastecimiento, déficit de combustible, de medicamentos, de víveres y de otros tantos recursos imprescindibles para el día a día, pero eso no justifica que seamos indiferentes los unos con los otros. Como bien dijo el Che: “Que la dureza de estos tiempos no nos haga perder la ternura de nuestros corazones”.