La cubanidad en muchas ocasiones, más que un ajiaco como dijera el doctor Fernando Ortiz –que parece que nunca conoció al carretillero de la esquina de mi trabajo, sino se hubiera inventado una metáfora con menos ingredientes–, parece un arroz con mango. Si Dalí se llegara por aquí se percataría que es un niño de teta ante la maldita circunstancia del surrealismo por todas partes y Verne hubiera quemado los manuscritos de la Isla Misteriosa, porque se hubiera percatado que no sabe nada ni de islas ni de misterios y se compraría un cuartico en Centro Habana.
Quizá no podamos definirla, porque es algo que nos sobrepasa y subyuga; pero sí se pueden colocar algunos ejemplos de cómo se manifiesta a su manera bullera y solariega. Aquí les brindamos algunos ejemplos que, si se reconocen en algunos de ellos, les diré que tienen un problema: son cubanos y eso, asere, no se cura.
–Somos el único pueblo en esta tierra de Dios que nos aterra ser los últimos: los últimos en la cola para enalapril, los últimos en enterarse del chisme del barrio, los últimos en irse del trabajo, el último recurso.
–En el caso específico de las colas, después de cumplir el protocolo y la etiqueta para hallar al último que te cederá ese título a ti, salao que estás, siempre pregunta detrás de quién va, si puede ser hasta las tres personas que lo anteceden, no sea que se arme el desbarajuste y tú en tu perdedera te quedes para vestir santos, con una mano delante y otra atrás.
–En los centros espirituales hay de todo. Allí podrás hallar lo que siempre quisiste: desde el guante de pelota que le pediste a tus padres con ocho años y aún lo esperas hasta esa marca de jugos en cajita que tanto te gustaba y nunca más has visto. No obstante, si ni en los centros espirituales hay entonces, ecobio, estás muy jodido.
–Cuando visitas una casa ajena puedes pasearla de arriba abajo, darle comida a los buchones en el palomar, bañarte y usar la toalla sin estrenar; pero nunca, nunca de nunca, mires dentro de su refrigerador a menos que sea por deseo expreso del dueño. Esa es la mayor falta de respeto que puedes cometer. Nadie tiene que saber qué almaceno en el congelador o si estoy a base de picadillo y huevo hace un mes.
–Nunca llames a un hogar más allá de las 10 de la noche. Después de esa hora cada vez que el teléfono suena vienen las malas noticias: la muerte, la pérdida, el abandono, la traición. Todo lo nefasto del mundo se puede aguardar y uno no está para esos sustos por gusto. Tampoco lo hagas antes de las 8 de la mañana, que uno también tiene derecho a descansar.
–Debes saberte la hora de la telenovela, la hora de los mameyes y la hora que mataron a Lola, aunque no tengamos idea quién es esta Lola y si el motivo del crimen fue pasional.
–Además, tienes que conocer que la medida de tiempo más inexacta jamás creada es el “ahorita”. Cuando te sueltan un “voy ahorita” lo mismo puede significar que en cinco minutos está ahí que puede aparecerse en tu funeral y muy campante disculparse con un “lo siento, asere, me enredé”.
–También debes poseer la certeza que los actos nunca empiezan cuando dicen que van a empezar, así que tómate ese café con calma y pospón la alarma del celular tres o cuatro veces sin el más mínimo ápice de culpa.
–Aquí nada se bota. Ese mando sin pilas de un video VCR puedes necesitarlo de nuevo en algún momento o ese pomo vacío de perfume Mariposa. La vida da muchas vueltas y uno nunca sabe. Las gavetas en Cuba son los reales baúles del recuerdo.
–Nos saltamos la palabra desechable en todos los productos. Entonces dame acá esas fosforeras que hoy mismo salgo para la calle a rellenarlas y sí, el trapo de cocina, ese mismo, el verde, antes fue mi pulóver de dormir y antes el de ir a la pincha y cuando tenía 16 años con él acababa en las discotecas.
–Sin embargo, lo más importante de todo resulta que no se metan con mi tierra que no es la prometida, pero es la mía. No nos cuqueen, aunque parezcamos el pueblo más gozón, porque el venado tira para el monte y si me colocas contra la pared sacamos lo que tenemos de cimarrón, de mambí. Es al machete y con la luz apagá y se empieza a repartir la palabra con P, ustedes saben cuál, para todas partes. ¿Qué tú te has creído? Por una parte tengo el brazo de Maceo y por la otra el verbo de Martí y no quieres verme cuando me rozas lo sagrado.
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