Cuando un matancero dice “me pesa” en vez de “tengo hueso”, un totí del Parque de la Libertad te mancha la ropa; de negro si vas de blanco, y de blanco si vas de negro.
Cuando un matancero llama paquete al cargue, la Guiteras entra en mantenimiento y a tu bloque le toca el turno de nueve a 12 de la noche.
Cuando a un matancero le asusta cruzar el puente de Tirry (porque piensa que como el de Londres se está cayendo o que ellos se van a caer), la familia de manatíes no se porta por el San Juan en un año y los pelícanos se van a posar a otros árboles en otras tierras.
Cuando un matancero no conoce que en los carnavales hay que salir con sombrilla porque siempre llueve como para limpiar la ciudad después de tanto desenfreno, se quiebra un adoquín de la Plaza de la Vigía y se funde una letra de un cartel lumínico que rece Matanzas.
Cuando un matancero comenta “cierra la pila” en vez de “cierra la llave” para saber si por fin se vino el agua, inauguran un nuevo bar en Narváez y en los que ya están abiertos le suben 100 pesos a la pizza napolitana y 50 al daiquirí.
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Cuando un matancero no sabe que lo más barato que puedes comer es la croqueta al plato de la Pelota, se rompe el cuero de un tambor de los Muñequitos y no hay chivo que con su pellejo pague.
Cuando un matancero no va al Sauto con sus mejores cobas, trajes para los hombres y vestidos de colas para las mujeres, aunque la noche parezca tu cuarto en apagón y con las ventanas cerradas para que no entren los mosquitos, José Jacinto Milanés recupera la cordura.
Cuando un matancero no domina que la 12 va de Monserrate a las Cuevas de Bellamar y que la –en paz descanse– 16 doble iba del Ecil a Canímar y dentro de la cual podías creer en la combustión instantánea, que de tanto calor te prenderías en llamas en cualquier momento, se le destiñe un mechón a Carilda.
Cuando un matancero nunca ha montado el caballito eléctrico del Ten Cent, aunque ahora como está en MLC es difícil ir a comprarse un sueño, la momia del Palacio de Junco abre un ojo y se pregunta: “¿Qué rayos hago aquí?”
Cuando un matancero no se ha bañado en el Tenis un día de esos que se abarrota como si toda una urbe cupiera en una playa, la persona que viene delante de ti en el cajero te informa que es ella y cuatro más y está esperando que su hermana la llame para ir con su hijo y entonces serían seis.
Cuando un matancero nunca se ha tirado de un puente, cualquiera que sea, que si algo nos sobra es eso, puentes, Miguel Failde pierde el ritmo y le pisa el zapato a su compañera de baile y afirma que todas las culpas, todas, las tiene el piso.
Cuando un matancero pide “dame un mantecado” y no “dame un polvorón”, porque del polvorón venimos y al polvorón regresaremos, la lechuza blanca que duerme en la parte de arriba de la biblioteca se va en blanco esa noche en su cacería, como tú en la Salsa.
Cuando un matancero nunca se ha sentado en el malecón del Viaducto a apretar con la bahía de fondo, se rompe otro banco de la calle Medio y se esfuma otro cesto de basura y debes guardar el papel de las frituritas de maíz en la mochila o en el bolso hasta que llegues a casa, si tienes un poco de conciencia y no quieres tirarlo por ahí.
Cuando un matancero decide abandonar la ciudad, no sucede nada, porque, sencillamente, tú te puedes ir de ella, pero ella de ti nunca.