El palmiche es uno de los alimentos predilectos de cerdos y carneros. Extraerlo de las alturas de la palma real conlleva un gran esfuerzo físico. En nuestros días cada vez son menos los desmochadores dispuestos a realizar esta dura faena.
En el Valle del Yumurí habita un veterano de 70 años decidido a no dejar morir este oficio. Hasta se le puede ver trepando una palma con total desenfado.
Con 70 años vividos, Ramón Castell todavía se atreve a desafiar las alturas. Sabe bien el riesgo que corre allá arriba, cuando se siente en el aire y de un simple patinazo podría estrellarse contra la tierra. Tres veces ha caído, pero siempre logra hacer el cuento.
Cuando sube la palma prefiere hacerlo en silencio, “ahí no puedes estar entretenido, comiendo catibía, ni dártelas de conversador”, dice, con esa soltura innata que conserva en su condición de guajiro puro, dicharachero y ocurrente.
Por eso tal vez prefiera hablar con cierta ligereza de uno de los oficios más rudos y peligrosos del campo. Labor a la que ha dedicado gran parte de su vida, desde que era un mozalbete y trepaba tronco arriba con mucha más agilidad de la que se atraviesa un surco recién arado. Hasta una veintena desmochaba en una sola jornada.
En sus mejores tiempos se enfrentaba a un palmar completo, como los de su natal Cabezas, en Unión de Reyes. Se sabe de memoria la fisonomía de cada tronco que palpó.
Fotos: Del autor
Años después, continuó con su faena en el Valle de Yumurí, donde fundó una familia compuesta por su esposa Marta Leopoldina, unión de la que nacieron dos hijas.
Como desmochador, más que el esfuerzo físico, le incomoda el fuerte olor que desprende la planta. Esa resina que asemeja a un polvillo blanco y que se impregna en la piel, se siente a metros de distancia.
En el campo todos saben quién se dedica a esa labor por el intenso aroma que se aferra a los poros. Es como un vaho denso y persistente que Castell nunca soportó, por eso nada más llegar a casa se desprendía de la ropa y se restregaba casi con furia.
Recuerda el veterano que en una jornada fuerte el agotamiento le causaba casi desfallecimiento. En cada subida intervienen todos los músculos del organismo, y la mente también ejerce un gran esfuerzo, ya que debes estar atento a cada movimiento que se ejecuta: “Un pie en falso y ya… Uno se equivoca allá arriba una sola vez”.
Castel perdió el equilibrio en tres ocasiones, pero no pasó de una que otra luxación, o un tobillo inflamado, nada que un buen reposo no lograra restablecer para luego retornar a su batalla constante por alcanzar las alturas.
En los últimos tiempos trepa menos, pero en un rincón del portal permanece el saco donde descansan la soga y las viejas zapatillas, que de tan ajadas se han convertido en las ideales para emprender el ascenso. “Mientras más gastadas mejor”, dice, y aclara: “Gastadas, pero no rotas”.
Antes de llegar al tronco de una palma humedece el grueso cordel para que logre mayor resistencia. La soga es la herramienta esencial para un desmochador. En cada extremo lleva dos estribos por donde introducirá los pies. Con el cordel rodeará el tronco y comenzará a desplazarlo hacia arriba.
El veterano lo hace con tal sencillez que parece un ejercicio simple, que cualquier persona lograría hacer sin mayor esfuerzo. Nada más lejos de la realidad. Se trata, afirma con total convencimiento, del trabajo más duro que se acomete en el campo. Y lo dice quien ha realizado todas las labores posibles, desde arar la tierra con bueyes, levantar una cerca de cardón, hasta abrir un pozo.
Pero nada se compara con escalar más de 40 metros de alturas, impulsándose con las propias extremidades, operando la soga, tensando los pies en el estribo, para, una vez en lo alto, sosteniéndose del peciolo envainador, que une las hojas al tallo de la palma, extraer el cuchillo y cortar los racimos de palmiches.
Castell comenta con cierto pesar que cada vez observa a menos jóvenes interesados en aprender. “Se corre el riesgo de que desaparezca un oficio tan antiguo y necesario”.
Reconoce que no todos tienen la madera para convertirse en un desmochador. Pero la práctica perfecciona la labor. Lo dice quien lleva casi 60 años divisando el mundo desde las alturas.
También confiesa que tanto esfuerzo le produjo desgaste en el organismo. Con el paso de los años la fuerza ejercida hizo mella en su cuerpo septuagenario, al que invade cierto dolor recurrente en manos y pies. Sobre la tela de la camisa se logra ver un hueso pronunciado, al que acaricia como si se tratara de una herida de guerra, que no es más que una deformación producto del propio ejercicio de intentar alcanzar el cénit.
Castell habla de sus achaques sin pesar porque no lo han logrado amilanar, y con las siete décadas que ya pesan un tanto se atreve, todavía, a conquistar una palma. Y la conquista.
Eso sí, si bien no se espanta con las alturas a pesar de los años, no se ha podido desprender del viejo temor que viaja con todos los que realizan esta práctica: el encontrarse con un nido de avispas o un alacrán al palpar a los racimos.
“Si la mala suerte te lleva hasta un panal de avispas, debes resistir las embestidas mientras comienzas a descender lentamente. Bajas la soga, colocas el pie en el estribo, desciendes unos centímetros, repites la operación, despacio, mientras las avispas te acribillan el cuello y las manos. ¡Es el momento más negro que enfrentarás en este oficio! Aunque algo en tu interior te lo suplique, no puedes lanzarte a tanta altura. Y si pierdes la calma, caes”.
En los últimos tiempos Castell se iba al monte a derribar palmiche con su esposa Marta Leopoldina. El desmochador siempre trabaja acompañado. El ayudante es el encargado de sostener en tierra la soga amarrada en el copo por donde se deslizarán los racimos. A ese cordel le llaman veta, y al acompañante, vetador.
Quizás no con la asiduidad de antaño, pero Ramón Castell continúa fiel a su oficio. Lo sabe necesario, y por la temeridad que encierra hasta le granjea cierto respeto y admiración entre sus coterráneos.
Y quizá sea esta la razón por la que el saco con la soga y los estribos, junto a las viejas zapatillas, permanezcan en un punto visible, siempre a mano, esperando la próxima subida.
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