Cuando el español no viene incluido

A pasos de gigante, expresiones como “todes”, “chiques” y “amigues”, quizá por ser las más manidas se abren paso a través de los medios de comunicación, parecen cada vez menos inusuales y la idea de que formen parte de nuestra cotidianidad no se nos hace tan lejana. Sobre todo porque hasta en la política, y tomo por ejemplo al Ministerio de Igualdad de España, se ha adquirido su uso.

Una de las formas menos acertadas de defender una causa, por noble y legítima que sea, es la imposición forzosa y no lo suficientemente justificada de sus preceptos. Una evidencia de esto lo constituye para mí, desde su relativamente reciente aparición, el lenguaje inclusivo en cuanto al género, neutro o no sexista (como se le denomina), en el caso de nuestro idioma materno y su empleo para fines de naturaleza más electoral o populista que académica o democrática.

Bajo estandartes de trayectoria tan noble como el feminismo, la lucha por la equidad de género e igualdad de derechos, los defensores más extremos de esta modalidad comunicativa suelen malinterpretar la tendencia surgida desde los años 70 en que el progresismo de la época puso en cuestión la poca relevancia del femenino en la lengua castellana.

A día de hoy encuentro que este aporte resulta tan lúcido y oportuno como lo fue en su momento, pues no podemos negar que la conformación de nuestro dialecto responde a un contexto de predominio del machismo en la historia hispánica, si bien desde la contemplación más objetiva que puedo permitirme no considero que esta tendencia de transformaciones idiomáticas supongan un paso crucial en el avance social.

La inclusividad mediante el lenguaje supone, por una parte, reconocimiento generalizado, fundamentalmente, a mujeres y personas no binarias, pues hacia estas últimas se han encaminado mayormente sus esfuerzos en los últimos años. Sin embargo, a la par representa un aprovechamiento de esta necesidad a costa de la evolución natural del castellano, que para modificarse, economizarse y descomplejizarse no ha requerido más que la intervención del tiempo y su necesidad de orientarlo a la comodidad de sus hablantes.

Más cerca estamos de alcanzar una perspectiva razonable respecto a este tema cuando analizamos y comprendemos que cada territorio posee su jerga, su ritmo fonético característico, forjado a espaldas de Cervantes y en busca de una funcionalidad propia, acorde a sus gentes y aspiraciones legítimas. Y esto no es necesariamente compatible con la pretensión de homogeneizar la riqueza patrimonial que supone la lengua hispana, cuya mayor bondad radica en cuánto depende de la flexibilidad humana, del consenso, para desarrollarse.

Dudo mucho que la discriminación o la estigmatización contra los sectores antes mencionados, enfrascados en perenne lucha por ser aceptados social, laboral o políticamente, tengan su raíz o la solución más asequible en los diccionarios que nos rigen y mediante los que explicamos el mundo y a nosotros mismos. Es la misma intolerancia que el ser humano ejerce ante otros frentes de justo batallar y que, salvando las distancias, los “inclusivos” más radicales reproducen en campos tan actuales como las redes sociales, donde la acusación de pertenecer a un polo u otro pende a estas alturas de un hilo, en dependencia de cada opinión que uno manifieste.

En el año 2020, la Real Academia Española expuso que “el lenguaje inclusivo es un conjunto de estrategias encaminadas a evitar el uso generalizado de la masculinidad gramatical, un mecanismo firmemente asentado en un lenguaje que no supone discriminación sexista alguna”.

Me pregunto si, en vez de enfrentarnos por una causa tan improductiva y postergable, nos cuesta apreciar lo mucho que debemos seguir combatiendo la violencia de género, el acoso, el bullying o el machismo que cualquiera de nosotros podemos llevar dentro, solapado. Y salta a la vista que, en esta enumeración de urgencias históricas, el español no viene incluido.

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1 Comment

  1. No hace mucho comentaba bajo un artículo en «Trabajadores» el cual trataba un tema de similar magnitud, los acortamientos de palabras, muchos ya validados por la Academia de la Lengua. Escribía: «Hay acortamientos y acortamientos. Hay acortamientos en palabras que considero válidos, pues se mantiene la significación, sin equívocos, de la palabra original. Mencionas el caso de cine por cinematógrafo, que lo considero acertado, no tanto el de micro, por micrófono, pues en este último puede prestarse a confusiones (microbrigadas, los barrios – edificios de Alamar, los pequeños ómnibus, etc). La RAE pudiera validar algunos «acortamientos», motivados sobre todo el uso y abuso en la madre patria de anglicismos, pero que pudiera pronosticarles una efímera vida, un vocablo, que no refiera un significado, sin equívocos, cae en desuso por su propio peso, aparte que su «uso» es limitado a una u otras regiones, además de no ser compartido por muchos de los ilustres académicos que forman esta institución que cuida y da esplendor a la lengua.» De igual forma, estas expresiones «forzadas» que alude, quizás validadas para quedar a tono con el movimiento feminista, los derechos civiles y su expresión en el lenguaje inclusivo o neutro y la modernidad, de las que abusan incluso los medios de comunicación, pueden que sean utilizadas por grupos y sectores determinados, puede que se persigan con ello determinados objetivos, pero no son ni serán de uso generalizado, y son negaciones de una funcionalidad propia, acorde a sus gentes y aspiraciones legítimas, como expresa.
    Como resalta, la validación de estos «vocablos» no es necesariamente compatible con la pretensión de homogeneizar la riqueza patrimonial que supone la lengua hispana, cuya mayor bondad radica en cuánto depende de la flexibilidad humana, del consenso, para desarrollarse, pues, como otras lenguas vivas, la evolución natural del castellano, que para modificarse, economizarse y descomplejizarse no ha requerido más que la intervención del tiempo y su necesidad de orientarlo a la comodidad de sus hablantes.

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