Del otro lado del mundo: Primera semana en Beijing

Primera semana en Beijing, más de 20 horas de vuelo, escala cortísima en París, nervios, 12 horas de diferencia, el mismo calor de Cuba y de su gente, añoranza, tifón de por medio, lluvias, colegas y risas, días de intercambio, aprendizaje.

En pocas palabras esto sería lo que me ha dejado mi primera semana en Beijing, pero no es todo, al menos no le hace honor a la aventura que está siendo descubrir China.

Desde acá, del otro lado del mundo, les contamos.

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Cuando me dijeron que vendría a China a participar en el programa del Centro Internacional de Centro de Prensa China-América Latina, mis primeras reacciones fueron confusas. Viajar para muchos cubanos es una fiesta, y hacerlo además para formarte y estudiar, casi un lujo, por lo que decir en voz alta que sentía miedo ante una cultura y un idioma tan diferentes y que la idea de estar cuatro meses fuera me dejaba un poco engorrionada, me parecían temores bastante inoportunos. 

En los escasos días para preparar el viaje y los trámites torturé a colegas y amigos que ya habían estado aquí con mil dudas, con preguntas obvias y algunas absurdas ante las cuales, para mi suerte, nunca perdieron la paciencia.

Fueron 21 horas de viaje, apenas nada de sueño y muchas fotos del cielo y las nubes en mi móvil. Llegando a Pekín noté que había wi-fi en el avión y envié un par de mensajes. Era tarde noche en Cuba porque el Guille me respondió, estaba tomando refresco y le dije que andaba sobrevolando Almaty, o al menos eso decía el mapa de la pantalla. “¿Qué carajos es Almaty?”, me respondió, literalmente. Le dije que ni idea, y entendí que mis nociones geográficas, a pesar de las clases de historia del profe Juan Carlos, seguían siendo bastante limitadas.

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Llegué al aeropuerto con las piernas acalambradas, como decimos los cubanos, y me sentí aliviada de poder caminar y que no fuera para ir al baño. Casi al salir escuché a Eilen, otra cubana que, como yo, llegaba para estudiar, y enseguida el acento cubano nos delató. Hablamos poco, quedamos para un café cuando nos instalásemos, pero escuchar el español entre un manojo de idiomas apenas entendibles fue tan bueno como un oasis en medio del desierto.

El abrazo a las coordinadoras que nos esperaban fue un poco raro, los chinos no manifiestan tanta efusividad como solemos nosotros. Pero si algo no ha faltado en nuestra estancia ha sido la hospitalidad. 

La hospitalidad y la alegría contagiosa de los colegas latinoamericanos, el mismo sentido del humor, las mismas caras cuando consultamos el menú de algún restaurante, los teléfonos escaneando la carta y el bullicio un tanto exótico que acapara la atención. 

O la nostalgia al ver los videos de la Cadena Global de Televisión de China (CGTN) en Cuba; alardear de que por Multivisión se transmitan “Así es China” o “Ronda Artística”, aunque mucha gente apenas los conozca, más allá del anuncio de la cartelera. 

Llegar tarde a la clase de caligrafía china y que te encante, mancharse de tinta y que según mis rasgos Bertha, una de las coordinadoras del programa, me diga que soy fuerte y adaptable. Descubrir que por algo es un arte y que es más difícil de lo que parece. Terminar con un recuerdo de buena fortuna y muchos caracteres dibujados en papel.

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Cada viaje tiene el poder de activar nuestra capacidad de asombro, de lograr sacarnos de nuestra zona de confort. Con Beijing han sido muchas nuevas sensaciones, olores, sabores, paisajes.

La ciudad es inmensa y, al menos durante los primeros días, me pareció que el tiempo no pasaba, aunque en realidad la vida en la ciudad es bastante más agitada.

Hablo con mi familia en la mañana (su noche) y viceversa. Confundo horarios y a veces me cuesta saber qué día vivo entre tanta diferencia. Pero en mi celular tengo la hora local y la de Cuba, aunque no haga falta; aunque sea solo cambiar a. m. por p. m., siento que ayuda un poco a acortar los más de 13 mil kilómetros de distancia.

Las calles de Pekín, por otro lado, resaltan por su limpieza, por las rosas en cualquier avenida y por el verde que acompaña los grandes edificios. Es una ciudad tranquila donde la gente, además de los autos y el metro, se mueve en bicicletas compartidas, un transeúnte común te aborda y te regala flores, una señora en plena avenida vende almuerzos en las afueras de los grandes edificios y donde apenas se logran ver las calles desiertas, aunque la vida nocturna transcurre mayormente en calma.

Extrañar el sol y el cielo despejado, tener siempre en mano el celular por miedo a perderme, la naturalidad de los habitantes, el ruido y la soledad, integran la lista de emociones de los últimos siete días en un viaje que apenas comienza y del que vendrán muchas otras historias, despistes y franquezas.

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Sobre el autor: Lisandra Pérez Coto

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