Dubrocq: a un año del silencio y el espanto 

La soledad de un pueblo fantasma espanta. Esa sensación la padecí hace un año cuando visité la barriada de Dubrocq, durante los días aciagos cuando uno de los extremos de Matanzas se incendiaba y muchos temían que el fuego continuara, sereno y pausado, como cuando acercas una llama a la esquina de un mapa y, poco a poco, las ciudades se vuelven cenizas. 

Resulta una sensación rara cuando es tanto el silencio que puedes escuchar tus pasos o tu corazón dentro de la caja de música del tórax. La hiperactividad de la convivencia nos ha hecho olvidarnos de cómo sonamos: el paso de los automóviles por las calles, en esa marcha mecánica infinita, nos oculta el tránsito de la sangre por las venas y arterias; la algarabía de la gente, los que saludan de una esquina a la otra, los que desde una tercera planta le preguntan al vendedor de ambientador si tiene cloro, disfraza el fuelle de los pulmones. 

Quizá por ello es eso lo que más recuerdo de ese recorrido: el silencio, que es lo que convierte a los pueblos en Comalas, en pueblos fantasmas. Los únicos ruidos en ese momento eran del viento, que cuando daba bandazos contra las paredes sonaba hosco y se afilaba al deslizarse por los resquicios. 

Cada cinco o 10 minutos atravesaba la carretera principal una ambulancia, una pipa o un camión de bomberos camino o de vuelta del siniestro, pero el silencio era tan espeso que se tragaba el roce de los neumáticos en las aceras y el ronroneo de los motores dentro del capó. Unos caballitos a través de señas destrababan el nudo si por alguna casualidad se juntaban varios a la misma vez en la intersección que precede al barrio y le cortaba el paso a aquellos que querían entrar a la Zona Industrial. En fin, ahí eran solo tú y tu melodía. 

Me viene a la cabeza, a la vez, la columna de humo por arriba de uno. Como Dubrocq se ubicaba tan cerca del accidente, a diferencia de otros puntos de la urbe ahí sí parecía que el cielo se te venía encima como el cuento infantil y en esos momentos no se sabía si alguien lo podría componer. También me acuerdo que los perros callejeros parecían monjes. Absortos miraban las puertas cerradas de esos samaritanos que de vez en cuando les ofrecían un poco de arroz con picadillo, o un hueso de pollo que había sobrado de la comida.

Un año después yo y el fotógrafo, el mismo que me acompañó en mi primera visita, regresamos al barrio cuando se acerca el primer aniversario de los sucesos del Supertanquero. Ahora no es que haya mucho ruido, porque la gente en este verano nuclear se refugia del sol dentro de sus hogares, pero por lo menos al caminar cerca de una ventana abierta escuchas los televisores encendidos donde transmiten algún musical de charros o la narración de los Play Off de la Serie Nacional. 

También en los quicios de las aceras, jóvenes en short y chancletas metededos, con el cabello pintado de rubio o de verde, y el cigarro colgado en los labios, contemplan la vida transcurrir como hace un siglo atrás. 

A Xiomara me la encuentro en la entrada de su casa mientras charlaba con una vecina. Es una señora de piel dura que habla un poco barroco, mezcla coloquialismos y frases con estructuras aleatorias, y a quien, como buena cubana, le gusta la contadera. 

“Ese viernes dije déjame ver la novela cubana que nunca la veo. Entonces mi hijo me llama y me dice, guajira, sabes lo que está pasando, revisa el celular que te voy a enviar un enlace. Ahí yo me entero del incendio, porque aquí adentro encerrada con mis gatos nunca me iba a dar cuenta”.

Bajó hasta la carretera principal y, a los lados de la misma, la gente esperaba cualquier transporte para marcharse. Llevaban lo imprescindible en mochilas o jabucos y algunos, describe ella, hasta con las colchas tiradas arriba como capas, aunque era una noche calurosa.  El barrio entero había desembocado al mismo sitio. Cuenta que nunca olvidará que cuando pasaba un carro las luces de los focos alumbraban los rostros asustados. 

La barriada de Dubrocq fue, durante algunos días del pasado año, un pueblo fantasma. Fotos: Raúl Navarro González.

Frente por frente a la vivienda de Xiomara, el año pasado encontramos una casa que, en el balcón en una tendedera, colgaban unos pantalones de tela, unos pulóveres de cuello y un par de medias; sin embargo, las puertas y ventanas estaban atrancadas y las prendas se impregnaban con ese olor crudo que contaminó Matanzas durante más de una semana y que daba la impresión que la ciudad entera se había transformado en un taller de mecánica. Al parecer, ante el apuro y el pánico los habitantes huyeron y dejaron la ropa a la intemperie. Ahora un señor mayor sin camisa trapea la sala y a cada rato lanza un cubo de agua hacia la calle. 

Xiomara me explica que mucha gente, en vez de largarse, se encerró en sus casas como bunkers. Temían que los rateros y ladrones aprovecharan el caos y la soledad para llevarse sus cochinos o el televisor pantalla plana.  En los tiempos de crisis aparecen a la vez los más bajos instintos de los hombres como las más altas virtudes. Las crisis y las medias tintas no compaginan. Ella misma, me comenta, a cada rato daba una vuelta para vigilar su patrimonio y alimentar a El Negro, Cutiña y Rufina, sus gatos. 

Pedro Martínez puede dar fe que la gente por llevarse algo se lleva cualquier cosa. En el período que duró el incendio en la Zona Industrial le robaron una sábana. Introdujeron la mano a través de la reja, abrieron la ventana y se la llevaron. Quizá si fuera un objeto de más valor, un pantalla plana o un cochino, le hubiera dolido más, pero lo hubiera entendido mejor; sin embargo, no se explica por qué alguien agarraría un objeto de tan poco valor: «es joder por el sencillo placer de joder». 

Él tiene 90 años, de los cuales 84 han transcurrido en Dubrocq. En una silla, recostado a la fachada de su casa, vende cigarros. Apila las cajas en una bandeja de madera que apoya en sus muslos. Encima de él, clavado en una pared, hay superpuestos, uno detrás del otro, seis o siete carteles de cartón según han cambiado el precio de los cigarros a través de los meses hasta llegar a la actualidad: el criollo y el popular de bodega a 60 y el H. Upman a 100. Es una metáfora de cómo el tiempo y la economía se entrelazan y ambos en estos últimos han sido una montaña rusa made in China

Dice que pensó que la primera “candelá” se le venía encima. “La vi por arriba de ese apartamento en altos”, y señala a su derecha en la misma dirección donde queda la Zona Industrial. Recogió sus bártulos y se refugió con unos familiares en Pastorita. Desde allí contemplaba el incendio, y su barrio. Al observar ambos desde la lejanía, tres dedos en la distancia eran lo único que los separaba y ello lo asustaba. 

Llegamos a una casa que en agosto del 2022 encontramos derruida. En ese entonces, a través del techo caído, se filtraba un único rayo de sol que emergía de una hendidura en las nubes negras apiladas como las que tapiaron Matanzas durante esas jornadas. Recuerdo bien el panorama porque hicimos un par de fotos ahí.  

Ahora la vivienda está reparada: las paredes, con el fino echado y el tejado en el lugar que debe estar; incluso, par de sacos de cemento recostados a sus paredes nos dicen que aún le falta, pero que, poco a poco, se trabaja. 

“Las cosas cambian en un año”, me comenta el fotógrafo, sorprendido, y yo asiento. 

Los pueblos fantasmas no deberían existir. La esencia de los lugares no son los monumentos ni los bares ni las iglesias, sino su gente: Xiomara con El Negro, Cutiña y Rufina; o Pedro, que seguirá superponiendo cartón sobre cartón mientras el costo de los cigarros varíe; u otro cualquiera de los centenares de habitantes de Dubrocq. Ni ellos ni nosotros olvidaremos lo ocurrido a principios de agosto del año anterior; pero, poco a poco, al igual que sucedió con la casa derruida, empezaremos a colocar todo en su lugar, a reparar y a sanar.  

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