La pizca como unidad de medida 

Recuerdo que de niño me carcomía el nerviosismo cuando mi madre me ordenaba llegarme hasta la casa de tal vecina para pedirle una “pizca” de cualquier producto que escaseara en la nuestra. Lo mismo podía ser azúcar, sal, que aceite. Mientras me aproximaba a cumplir la encomienda, la timidez hacía presa de mí, mas al llegar a la casa señalada apenas tenía que articular palabra cuando me veían con un frasco en la mano. “¿Qué necesita tu mamá?”, me preguntaban, y por suerte tenía que pronunciar una sola palabra, el producto en cuestión, y solícitamente me entregan el envase casi siempre rebosante. Nótese que rememoro la Cuba de los años 80. 

Casi siempre los productos más demandados mediante la “pizca” eran la sal y el azúcar, los que muchas veces se agotaban de improviso, justo en el momento que intentabas endulzar el café o condimentar la comida. Algo que denotaba que la falta de previsión de la que tanto se habla hoy y entorpece nuestro desarrollo, se practicaba en Cuba desde muchos antes, al menos en los hogares, ¿porque no sería más sencillo entrever que el grano se podría acabar de un momento a otro para evitar así mandar a tu hijo sonrojado a casa del vecino?

Al final siempre cumplía la encomienda, hasta un buen día que me rehusé a ir a casa de la vecina en busca de sal, porque escuché a alguien afirmar con convencimiento de adulto que traía aparejado la mala suerte.

En lo particular siempre me llamó la atención la ambigüedad de la pizca como unidad de medida. La cantidad a pedir resultaba imprecisa, lo cual dejaba a decisión del vecino solidario la cantidad que entendiera pertinente entregar.

Una persona con sentido común enviaba un envase de pequeñas dimensiones, por eso me llamaba la atención cómo cierto amiguito del barrio acudía a mi mamá, de parte de la suya, en busca de la “pizca” pero con una especie de caldero gigante. “Son muchos más pedigüeños que nosotros”, pensaba en ese entonces.

Auxiliarse del prójimo cuando nos sorprende la falta de un producto de la cocina, nos distingue como nación, pudiéramos pensar, porque en más de una ocasión escuché decir a quienes emigraban que entre las cosas que extrañaban, una vez salían del país, estaba la vecina pidiendo un poco de azúcar o sal desde la ventana.

Aún en los tiempos más críticos del Período Especial, por allá por los recios años 90, siempre aparecía alguien para socorrernos cuando precisábamos de algún “tin” de algo para terminar de cocer los alimentos. Si bien vale destacar que la pizca se convirtió realmente en una pizca, o como recoge la Real Academia Española: “porción mínima o muy pequeña de algo”.

En tiempos de escasez cuesta más acudir a alguien, porque entendemos que enfrenta nuestra misma situación. Quizás por ello, en los tiempos actuales que corren ese rasgo de idiosincrasia de tocar la puerta del vecino para pedir una pizca de… ya no resulta tan habitual. Sobre todo para evitar expresiones de asombro cómo “¿¡azúcar!?”, “¿¡sal!?”, y hasta pueden tomar como chiste de mal gusto mencionar tan siquiera, como quien no quiere las cosas, en una frase apenas imperceptible, una pizquita de aceite.

Y aquí entendemos que la pizca también acepta el diminutivo, porque puede existir una proporción minúscula, indistinguible, que llamamos pizquita, y que pronunciamos casi con voz aniñada y suplicante, aunque quien la pide siempre espera que alcance una porción mayor y una el dedo índice con el pulgar para ejemplificar que, con esa cantidad de casi nada, lograría al menos algo, lo mismo endulzar el jugo, que sazonar los frijoles.

Pueden existir muchas variables económicas que determinen la recuperación económica de un país, que para mí llega cuando, con total despreocupación, tocamos la puerta del vecino para pedir una pizca de cualquier cosa y él se dirige a la despensa sin titubear apenas, sabiendo además que la promesa de devolución es de esas frases tan características sin significación alguna.

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Sobre el autor: Arnaldo Mirabal Hernández

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