Ficha técnica:
Título original: Play Misty for me
Año: 1971
Nacionalidad: Estados Unidos
Dirección: Clint Eastwood
Guión: Jo Heims, Dean Riesner
Fotografía: Bruce Surtees
Música: Dee Barton
Reparto: Clint Eastwood, Jessica Walter, Donna Mills, John Larch, Clarice Taylor, Don Siegel, Irene Hervey
Play Misty for me, traducida como Escalofrío en la noche con insuficiencia, pues sus tensiones nocturnas demandan más del plural que del singular, y como Obsesión mortal con facilismo de volátil cartelera, es la obra de un director tan lírico, taciturno y reflexivo como el solitario (interpretado por él mismo) héroe de Poe que observa las olas desde un acantilado al inicio de este cuento siniestro, recordando a su amada perdida.
Desde una casa que no es suya, vacía y epicentro de las aullantes ventiscas del Pacífico, su mirada al vacío presagia el climático enfrentamiento contra el mal. El mismo acantilado en remoto paraje de una California a ratos cálida y segura, a ratos fría e inquietante, en el que luchará por terminar la pesadilla que le espera.
El silencioso enamorado da la espalda al crepúsculo y al océano. Ahora aprecia a través de una ventana, con ese voyeurismo inquietante desde fuera y sublime desde dentro que define a los más pasionales, el cuadro que adorna el interior de la morada desierta. Es un retrato de él. Después de contemplarse mediante la forma de arte en que le expresó ella una vez su amor, el Clint Eastwood actor monta en su auto y abandona el lugar para llegar a tiempo a la emisora donde trabaja su personaje, Dave. Al mismo tiempo, arrancan los créditos a ritmo de rock en la carretera y el Clint Eastwood director inicia una historia, una película muy pulida y una acogedora filmografía como cineasta. Su carrera será como el ciclo que su presencia instaura en lo alto del acantilado: inimaginable desde el inicio en cuanto a magnitud.
Persiste la sombra de una duda respecto a la posible deuda con Hitchcock, a lo largo de un film despojado de influencias fácilmente reconocibles. Quizás la gran huella no esté en el género elegido por Eastwood para debutar dirigiendo, ni en el cuchillo y la psicopatía como fusión en una misma arma mortífera, ni siquiera en la situación inicial de hombre mirando al mar desde lo alto que comparte con Rebecca, sino en cierto mandamiento hitchcockiano que avala y engrandece la autenticidad del cine y sus méritos como forma de expresión: no llevar a las imágenes una celebérrima novela, sino una de peso ligero en el inconsciente popular, para evitar comparaciones y lograr más atención por parte del público en los elementos del medio.
El joven director impregna los rincones de Carmel, es decir, de Escalofrío en la noche (porque, como Harry el Sucio, es de esas películas que se vuelven sinónimos de una ciudad), de un gran romanticismo, presente también en el resto de su obra. Hay en ella momentos, lo mismo la agitada mañana de persecución a una chica familiar entre la multitud que las noches de diálogo cómplice junto a un Don Siegel metido a bartender, desde las playas y bosques hasta los bares y restaurants, bañados de una luminosidad parecida a la de Breezy, su tercera película y la más amable hasta la fecha. No obstante, esa textura visual y sentimental contrasta con la negrura atmosférica que encarga a Bruce Surtees, hijo del gran Robert Surtees y apodado “príncipe de las tinieblas” en su gremio, que acaba acercando la película más al grupo de La venganza del muerto, El aventurero de medianoche, Bird, Sin perdón o J. Edgar. El tenebrismo, a partir de aquí, constituirá el sello de identidad estilístico de Eastwood.
Su cine moralmente se deja contaminar bastante poco por la presencia circundante de antecedentes, estrenos y modas, y su romanticismo siempre ha sido tan genuino y sólido como lo anuncia a través de las ondas hertzianas el sexy Dave, como lo consuma con la angelical Tobie (Donna Mills) y como se lo niega a la demoniaca Evelyn (Jessica Walter).
Tobie es el objeto de las iniciales añoranzas del locutor. También de sus posteriores caricias, bajo una inolvidable melodía con voz de Roberta Flack llamada The Last Time I Ever Saw Your Face, durante una erótica escena transmutada en videoclip digno de la Creación. La primera vez que Dave y ella se reencuentran, Eastwood logra uno de los mejores paseos junto al mar entre hombre y mujer de la historia del cine. En un ejercicio que recuerda a Welles, combina imagen y sonido de forma ilógica, traicionando la perspectiva a propósito y obteniendo aventajados resultados, mientras la conversación avanza entre reproches y sugerencias de un rabioso cariño que no ha muerto. Lo que debía ser un moderado bloque de transición argumental, monótono en cualquier film, donde el personaje femenino en cuestión es el que menos interesa entre las dos rivales de la historia, en manos de este autor se convierte en un triunfo sobre la pereza explicativa y en un alarde de humilde genialidad.
Evelyn es el obstáculo sensual interpuesto entre los amantes, una psicópata más frontal que la Norma Bates de Psicosis, más encantadora que la Jane Hudson de ¿Qué fue de Baby Jane? y más persuasiva que la Alex Forrest de Atracción fatal o la Annie Wilkes de Misery. Su tratamiento es ejemplar dentro del cine de psycho-killers, pues la ambivalencia de sensaciones que transmite está lograda en sólida compenetración actriz-director: él (que es a la vez luz, ambientación, vestuario, tratamiento de cámara, pues ése es su trabajo) destaca, subraya y, además, la controla a ella con sabiduría: la embellece y atribula según el capítulo psiquiátrico que atraviese, convirtiéndola en eje del crescendo que vertebra la película.
Cuando el Clint Eastwood actor se sienta a la barra de un bar, también se sienta el Clint Eastwood director y hace magia. La cámara nos presenta a Evelyn al otro extremo, en la distancia más exacta y pudorosa posible, de modo que adoptamos el punto de vista masculino. Casi sentimos la soledad y la naciente atracción sexual se palpa en el ambiente. Sobre un primer plano del rostro de él, llevándose una botella a los labios, mirándola, el audio superpone un llamado de desengaño por parte del bartender y Dave aparta la vista, porque el objeto de su mirada parece estar esperando por alguien. Durante un breve momento, Eastwood ha jugado a dos posibilidades con éxito: la identificación del espectador con un personaje y el interés por otro. Imagen y sonido nos han hablado tan de cerca como un primer plano y un susurro pueden lograr, demostrándonos que la proximidad del cine a nuestras vidas, recuerdos, deseos o impulsos, en efecto existe.
Dentro de la fecundidad sorprendente de su historial, con más de una película al año en varios períodos y la cual solo es posible cuando se está rodeado de buenos profesionales, cabe destacar la importancia de los guiones para Eastwood. En este caso, Jo Heims (la misma de Breezy) y Dean Riesner (entonces frecuente en trabajos suyos y de su maestro Siegel) enhebran un libreto inteligente, ágil y sugestivo, con el mérito adicional de transformar un cliché de thriller como el policía encarnado por John Larch en un personaje de carne y hueso.
No toma mucho tiempo descubrir que Dave, el seductor seducido, equivale a un cazador cazado. Es una fatalidad libidinosa muy anterior a la de Michael Douglas y Glenn Close, más creativa y fresca, que denota suma precocidad autoral y en la que se apuesta por el hombre como elemento desvalido en suspense, práctica que apenas otro maestro en debut contemporáneo, Dario Argento, llevaba a cabo con mérito por aquel entonces en El pájaro de las plumas de cristal.
Mientras el rostro y el cuerpo de Eastwood se debaten entre conflictivos sentimientos, su mente se ocupa en practicar la tensión tanto en interiores como exteriores, en escenas diurnas y nocturnas, y su corazón se encarga de visibilizar el festival jazzístico de Monterrey, que incrementa el realismo del conjunto en tono documental y, se nota, le cuesta cortar en la moviola.
Conmovedora en su falta de pretensiones ante un talento evidente; hecha con la tensión de quien intenta disimular el temblor de manos y rodillas para poco a poco inferir quietud a sus extremidades; ejecutada en el tono íntimo de un poema recitado de madrugada, por una voz sin rostro, pero no cualquier poema. Más bien con la brevedad de elementos, sencillez y hondura sentimental de Edgar Allan Poe. Un Edgar Allan Poe físicamente más saludable y capaz, en tiempo y espacio, de compartir un trago con Don Siegel y decidirse, en vez de la literatura, por el cine.
Tomaría muchos años, y muchas películas, el percatarse de que Eastwood, como Ford, rueda en verso.