Las cuatro mujeres esperaban en la esquina algo para ir a ese pueblito casi escondido donde viven. Dos de ellas eran parientes consanguíneas; la cincuentona que casi alcanza un seis delantero y la más joven, rechonchita: cargaba una segunda criatura dentro de sí. Como ella misma diría: “esta va a ser muy pesadita porque no me deja dormir por las noches, pero por las mañanas sí”, y sonrió. Ambas iban vestidas de rojo y llevaban mascarillas.
—Marquitos sí te dejaba dormir por las noches.
—Sí, mami, pero por las tardes era una máquina, y por las mañanas.
Las otras dos sonreían ante las cosas que decía la embarazada. La que estaba vestida de médico era quien me curaba los infinitos empachos que castigaban mi niñez devoradora. La otra yo sí sabía que nunca había dado a luz, pero sí cuidaba niños. Y las escuché un tiempo más.
—Pues el mayor tuyo es un ángel en la casa —afirmó la cuidadora de infantes.
Las dos de rojo se bajaron las mascarillas, se miraron, rieron sin mostrar los dientes, apretaron los finísimos labios como sugiriendo: “¡qué muchachito más descarado!”.
Yo odiaba sobremanera a la mujer que cuidaba mi niñez más temprana cuando mi madre se iba a trabajar. Me cortaba las uñas cada dos días, me acostaba a dormir las europeas siestas; a pesar de esos momentos de los cuales me río actualmente, me es imposible no llamarla tía cada vez que la veo. Fue gracias a ella y sus tardes de radio que descubrí la música de los años 70 y 80.
Yo llegaba a mi casa y cantaba temas de Michael Jackson con una familiaridad inglesa y tonos para nada perfectos. Ya no odio a esta tía postiza, más bien le agradezco esas enseñanzas retromusicales. Cada vez que escucho a Aretha Franklin o alguito de Earth, Wind and Fire, retorno al potrero donde huía de los brazos largos de mi tía, a la hora del baño. Tal vez sí merecía las castigadoras siestas.
Quien masajeara mis piernas con aceite tantos años atrás me preguntó ahora por su hijo: que si lo había visto por la universidad y, sobre todo, que si estaba flaco. Yo le dije que sí. Ella levantó las cejas como confirmando aquello que no quería que ocurriese.
“Alguien degustará un menú exquisito en cuanto regrese de la beca”, pensé.
—Y qué leyes tiene, para que sepas —continuó la cuidadora—, de todos los que han pasado por la casa, él es el más correctico. El otro día me dio una risa: dice él que no le gusta irse con sus primos por ahí porque siempre llegan tarde, y a él le gusta estar temprano para el almuerzo y para la comida.
—¡Es el primero en sentarse a la mesa! —aseguró la abuela.
Mi abuela no es la típica abuela que ahora a su tercera edad ha descubierto su amor por los videojuegos y se pasa horas y horas destruyendo caramelos de colores en Candy Crush. La mía fuma constantemente y las arrugas no están solo en la cara, sino en el cuerpo entero; cuando la veo, pienso que así será el mío un día y que mis tatuajes parecerán obras abstractas, picassos en piel.
Vienen a mi memoria las madrugadas en las que ella ayudaba a mi madre a bajarme las fiebres, algunas reales, otras falsas; yo hacía hasta lo imposible para no ir a la escuela. A causa de su bajo retiro, solo había un constante regalo que saliera de sus manos, unos dulces que ya no existen y que yo buscaba por toda la casa como un pirata. Ya no hay dulces ni retiros mejores, y mi abuela sigue fumando y tiene aún más arrugas.
—¡Y el primero en terminar! —concluyó la madre.
A estas alturas mi madre se pregunta y me pregunta constantemente cuál es mi destino. Conoce de esos hijos que se han ido y sé, porque sí, que le reza a algún dios que cualquier partida se dilate mientras ella viva.
Las cuatro rieron.
La doctora se metió las manos a los bolsillos de la bata y buscó en algún sitio el recuerdo de su hijo, de cuando este no era más que un cuerpecito de tres o cuatro años de vida. En la bata no encontró nada y miró entonces al piso, y se acordó de cuando le pedía con gritos y saltitos y lágrimas calientes que le alquilara un PlayStation.
Casi sentí el dulce vaho de la nostalgia; y pude ver el brillo ocular que produce la remembranza y el paisaje hecho sonrisa que viene después. Fue inevitable pensar en mi madre y en todas esas mujeres a las que yo llamaba tías, aunque no tenían una gota de parentesco con mi familia.
(Por Mario César Fiallo Díaz)
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