Siempre he pensado que esta ciudad tiene algo de siniestro, de historias por contar, de cosas por ver que las fachadas y la cotidianidad esconden.
Quizá por su nombre, o por su vida fluvial, o por su amalgama arquitectónica; no lo sé, pero un hálito de misterio se cierne sobre sus edificios cada vez que el sol filtra entre ellos sus últimos rayos y dora las calles, para clausurar un día más sin que hayamos descubierto una nueva Matanzas.
Por más luz artificial y alaridos de claxon que la recorran, por más hileras de postes y de humanos haciendo cola que haya trazadas en su interior, Matanzas tiene aún mucho de pretérita en sus encantos, al menos a la vista de una cámara apostada en la cima del cuartel de los bomberos, bajo un atardecer cualquiera, a la hora exacta de la perpetuidad, señalada como las 7:42 p. m. en los metadatos del artefacto. En ocasiones, un simple par de fotos deja de ser simple porque, a la vez que exhiben, ocultan, o contribuyen al encanto de ocultar.
Y pocos atributos hacen tanto por la mística yumurina, por su solaz de asfalto y selva, de leyenda y realidad, como la Catedral de San Carlos Borromeo.
Cuando el fotógrafo parece participar del enigma que retrata, previo acuerdo con los fantasmas acallados de una urbe colonial; cuando no hay obturador ni diafragma ni término alguno que valga para persuadir de que no hubo magia en el instante; al amante frustrado de la vieja Matanzas no le queda de otra y se rinde a las sensaciones.
Acuden entonces al corazón crónico de orgullo citadino, el traqueteo de calesas, los cánticos de algún ingenio en la periferia, aldabonazos en los portones y las primeras campanadas de un coloso.
Es la imagen límpida y sin modernidades de una época con un solo horario para todas las estaciones, donde, de lo sublimes que se ven, parece imposible proferir injurias hacia esas aves que hasta ayer mismo nos injuriaban a nosotros en el Parque de la Libertad.
Es el estado intermedio entre la atemporalidad de una soberbia amante de los siglos y las salpicaduras de luz y sombra, a causa o no del déficit energético, que podrían establecerse minutos después, cuando el sol esté un poco más bajo.
No porque no suceda prácticamente todos los días, sino porque no recuerdo otra ocasión en que nos lo hayan mostrado así, gracias a un par de fotos es que al fin tenemos o hemos descubierto tener, sobre nuestra estática posición en el mundo, el mismo cielo bajo el cual, en otros lugares y en otros tiempos, se tostaban pulsiones de carne y hueso, de letra y película: ese cielo rojo bajo el que Prometeo enronquecía de tanto desafiar a Zeus desde sus cadenas fijadas a la roca, y Escarlata juraba no volver a pasar hambre en un grito que se llevó el viento, y bajo el que un día se aprestaba a dormir, bendecido en su primera noche de fundado, este tributo criollo a la bella mar que cada día pisamos y a cuyas alturas rara vez nos remitimos.
Raúl Navarro ha conseguido, en la firmeza de sus piernas, la avidez de su mirada y con dos opresiones a un botón, lo que muchos cronistas de lienzo, de acordes, de cuartillas y demás merodeantes del arte no hemos sido capaces de igualar: poner una ciudad a la altura de su cielo.
Un cielo con la tonalidad de un sentimiento muy específico, al menos el que se intensifica entre el lente y ese monte que hay al fondo: la matanceridad. Un cielo del color de Matanzas, o como imaginamos lo que sentimos por ella.
(Fotos: Raúl Navarro González)