Cuando miras desde la base de la chimenea de la Termoélectrica hasta su punta, y subes y subes con la mirada, parece que no llegas al final. Hay veces que es mejor no llegar porque de repente te sientes diminuto, como si andaras prestado por este barrio.
Observas, entonces, que cortan con la cizalla giratoria el concreto como cartulina y te enfrentas aún más a tu propia fragilidad. Te sientes blando, como si un vientecillo se te pudiera meter por debajo de la camisa y hacerte volar, como el velamen de un barco.
Sin embargo, el viento real, el que vira sombrillas, esparce el hollín que se desprende de los boquetes que abrieron en las paredes y parece que nieva en negro, que llueve en polvo.
Todo empeora cuando recuerdas que adentro yace un hombre que, 48 horas antes, cuando se dirigía a su trabajo, quizás pensara que para él no había viernes santos y que volvería a casa, al hueco que todos tenemos con la forma de nuestros cuerpos, como si fuera un cubil, en el colchón, y no fue así.
Entonces se te aflojan los ánimos. No puedes disimular esa sensación de fugacidad que le cae a uno cuando se enfrenta al imprevisto.
No obstante, lo vuelves a pensar todo, le metes cabeza. Miras a los bomberos y al personal de apoyo, ahí, ansiosos, porque saben que el trabajo no termina, que no pueden regresar al cubil de su colchón, a la casa guarida, hasta que no quede montón de ceniza por revolver.
De repente recuperas la fe en el hombre, en el poder del hombre para dinamitar montañas, para matar lo microscópico, para levantarse cuando el Mundo te dice «ya, compadre, quédate abajo» y tú que no, que hay que echar pa alante.
La vida quizás sea como la pinza en la punta del brazo neumático de la grúa, que quiebra la pared como si fuera esa carta que nunca te atreviste a terminar de escribir.
Pero aquí no se rasga nada, aquí no se raja nadie. Fuerza, Matanzas, fuerza.