“Estuve accidentado, porque me cogió la 13 000. Trabajaba en Moa. Amarrábamos una línea al poste, cuando alguien, todavía no sé quién, encendió un interruptor y el cable se energizó; por proximidad me golpeó la inducción. Mira como tengo la cicatriz todavía”.
Arturo me muestra la palma de la mano. Tiene una herida que le nace en el meñique y atraviesa las líneas de la vida, del destino, del matrimonio. Es un rayón de tejido cauterizado. Gracias a injertos de piel de la barriga, según me explica, pudieron reconstruir la zona. Por suerte, el cuerpo lo asimiló y lo superó. Se nota en el bello, largo y de un color negro intenso, que crece encima.
“Estoy vivo gracias a Dios. Eso nunca se olvida porque uno se queda con la secuela amarga de la cicatriz, además del recuerdo”.
“Pero ustedes tienen equipos de protección. Siempre he oído que las botas de goma protegen contra la electricidad”, le comento.
“La electricidad no cree en botas de goma. Nosotros decimos que es como el médico: te equivocas una sola vez”.
Sin embargo, pienso yo que los linieros, como Arturo, a diferencia de los doctores, la vida que ponen en juego no es del prójimo, sino la propia. Resulta muy difícil ir en contra del instinto de supervivencia. Es el mismo que cuando enchufamos el ventilador en un tomacorriente viejo y este chisporrotea, nos alejamos de un salto con el corazón a mil. Ustedes saben: cuando escuchas el beat de los latidos por el susto. Bueno, imaginen desafiar este reflejo cada vez que te lanzas de la cama para ir al trabajo.
Arturo Roque Duboy es alto. Viste un overol azul y unas botas desgastadas. De esas que la 13 000 desprecia cuando dice “ahí voy”. A veces se emociona tanto mientras conversa, que termina las frases a tropel y se torna complicado redondear sus ideas. En estos momentos ocupa el puesto de jefe de una brigada de linieros de la OSDE municipal de Matanzas.
Mientras preparo en mi cabeza las preguntas para hacerle, me percato de que no domino bien el contenido de trabajo de un liniero. Creo que la mayoría poseemos una vaga idea. Sabemos por lo menos que son los que aparecen cuando un transformador revienta en medio de una lluvia de fuegos artificiales, o los que mencionan en el noticiero cuando un ciclón pasa rasante por una provincia y envían brigadas desde otras.
“Nos organizamos en tres especialidades: guardia, servicios y operaciones. El primero de ellos se dedica a atender quejas. Por ejemplo, si te quedaste sin corriente por un desperfecto, llamas al 18888, y ellos van hasta tu casa. Los de servicio trabajan con las oficinas comerciales nuestras. Son los que colocan los metrocontadores o cortan el fluido en una vivienda cuando no han pagado la factura. Los de operaciones, como yo, son los que cambian transformadores, postes, líneas”.
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Arturo es oriundo de Holguín, de Sagua de Tánamo, para ser más específico. Según relata, se hizo liniero por un primo suyo que trabajaba en el sistema eléctrico. A cada rato le pedía que si surgía algún curso para liniero lo apuntara, que le interesaba; tanto dio, que al fin pudo matricularse. Ahí sigue hasta el día de hoy, cuando está sentado a mi frente, inquieto en la silla.
Tuve la suerte de que su “carro chiquito”, manera en que nombran a la camioneta que utiliza su brigada, para diferenciarlo de los “grandes” —los camiones con el brazo hidráulico y la cesta en la punta—, está en reparación. De lo contrario, en estos momentos él se encontraría en carretera, bajo este sol de junio que se esfuerza en convertir el asfalto en helado de chocolate. Además, cuando ellos agarran el camino, saben a la hora que parten, pero no a la que regresan. Él me ejemplifica que el día anterior estuvo hasta las 12 de la noche en el reemplazo de un transformador; el reloj ahora marca las ocho de la mañana y él ya se encuentra de nuevo en el trabajo.
“Ante los ciclones es peor, —confiesa—. Sales por la madrugada temprano y regresas tarde en la noche, durante semanas. Tropiezas con mil cosas: postes en el piso, transformadores que no sirven. Resulta muy triste el panorama en verdad. Es un trabajo constante para restablecer el servicio a las viviendas afectadas lo más rápido posible; pero donde haya problemas ahí estoy. Me gustan. A mí me gustan todas esas historias”.
Para concluir con su idea, me afirma que de una manera u otra “los linieros siempre están fajados y poniendo su vida en riesgo”. Yo solo observo la herida en su mano. Además, pronuncia esta frase sin grandilocuencias, sin creerse que cuando concluya la entrevista se pondrá la capa y saldrá volando por la ventana, porque el mundo necesita que lo salven.
Los últimos días han sido especialmente duros para los linieros, al igual que para el resto de los trabajadores del sistema eléctrico cubano, a causa de las continuas afectaciones por la deficiente generación energética.
“Antes, llegábamos a los lugares y la población nos recibía contenta. Ahora hay sitios donde nos miran con mala cara. Nos ven como los culpables de los apagones. Yo los sufro igual que todo el mundo; en mi casa también la cortan. Nosotros no tenemos nada que ver con eso”.
Por miles de años el ser humano se agazapó en un rincón de sus casas cuando el trueno desgarraba el aire. Entonces, le rogaba a sus dioses para que soplaran bien lejos la tormenta. En la actualidad poscovid, si aguzas los oídos, aún puedes sentir el murmullo de quien le reza a Santa Bárbara, para que el rayo no baje a la tierra. Cualquiera que enfrente las fuerzas primigenias de la naturaleza merece respeto. La electricidad hoy la generamos en grandes máquinas. Es asunto de hombres y no de deidades. Por ello es tan importante el quehacer de personas como Arturo.
“Nosotros siempre estamos en riesgo, pero trabajamos cuando hace falta. No importa que sea bajo tormenta o fuego”, concluye él.