Si algo evidencia esta segunda edición de Ríos Intermitentes, segmento matancero de la Bienal de La Habana, es la vitalidad de que goza el arte joven en nuestra provincia. Gran cantidad de exposiciones han animado el panorama cultural de la ciudad, permitiéndonos disfrutar de una inusitada variedad de propuestas plásticas.
Entre ellas vale la pena detenerse en Huellas, de Erich González Triana (Matanzas, 1978), montada en la sede de la Asociación Cubana de Artesanos Artistas (Acaa). Una muestra que constituye una invitación al disfrute a través de la reflexión durante Ríos Intermitentes.
Aunque Erich no es ya tan joven, su incursión en el mundo del arte resulta bastante reciente. Hace apenas unos años comenzó a formarse de manera autodidacta. Con esta exhibición de instalaciones y objetos se plantea “el temor a perder o rechazar nuestra identidad debido a la incomprensión” y busca “dialogar entre las disímiles posturas al respecto”.
El tema de la emigración no es nada nuevo en el arte cubano, resulta más que recurrente desde Alexis Leyva Machado (Kcho) se inmortalizara con su célebre Regata. Lo que le aporta la mirada del creador matancero es —no la visualización de un fenómeno obvio desde todo punto de vista— sino el razonamiento acerca de sus consecuencias intangibles: la negación, el olvido, la disolución del sentido de pertenencia a un espacio geográfico concreto.
Su poética se construye con materiales que traslucen decadencia, que portan en sí mismos el discurso de vidas anteriores, de su antigua utilidad, de su deterioro. Por otra parte, conceptos como patria, nacionalidad, idiosincrasia evidencian el mismo desgaste que esos pedazos de madera que recalan en la orilla del mar luego de pasar años a merced de la corriente. Lo fundamental son las huellas, a veces trazos palpables, a veces invisibles, que surcan la experiencia humana.
Como buen arte conceptual, las formas y las materias primas están siempre al servicio de la metáfora: vivimos en un mundo condicionado, causas y efectos se suceden en un ritmo interminable sin que podamos intervenir en ello, solo nos queda vivirlos, padecerlos, surcarlos como ese pequeño bote-muelle de la obra Sueños a la deriva.
Entre piezas que evidencian el proceso de búsqueda de un discurso propio destacan aquellas que son verdaderos hallazgos, como El diálogo, dos sillas enfrentadas, fusionadas en una sola, que se preguntan entre sí: ¿hasta qué punto es posible forzar el entendimiento?
Monumental en la pared, preside la exposición Boceto de un sueño. Para hacer esta isla enorme, monolítica, el creador ha usado resortes. No resulta casual la elección de este objeto que habla de absorber y almacenar energía, reaccionar con fuerza ante la presión, resistir el cambio. Un muelle vuelve a su forma original sin importar cuánto tiremos de él, pero ¿cuánta tirantez puede admitir la identidad?
Esta y otras interrogantes fundamentales constituyen el mayor acierto de la muestra. Erich nos interpela siendo completamente consciente de que las respuestas están del lado del público.