“Compañeros, se nos ha encomendado la difícil pero honrosa labor de llevar la guerra a Occidente. Recordemos todos que esta columna llevará el nombre de Antonio Maceo, y que esta tarea ya fue realizada por el Titán de Bronce. Así que nuestra obligación es cumplir con este deber”.
Tan solemnes palabras no parecen propias de un individuo bromista y sencillo. Fueron pronunciadas el 21 de agosto de 1958, por uno de los más destacados líderes del Ejército Rebelde, díscolo y austero en función de las circunstancias. Camilo Cienfuegos Gorriarán abandonó El Salto, en la Sierra Maestra, al frente de la columna invasora número 2. Iba uniformado de verde olivo, el color iconográfico de los combatientes.
Al amparo de un buen sombrero y adherida la piel sudada al uniforme, el joven comandante de 26 años emuló a su admirado héroe, Maceo. De su pecho, casi siempre desabotonado, brotaban menos risas que en los meses anteriores y más gritos instando a la rendición enemiga. Sin otro escudo que el grosor de la tela verde, abordó un tractor recubierto de metal llamado Dragón I, se convirtió en héroe de la batalla de Yaguajay y propició el inminente tránsito histórico.
El valor de la historia
Más de seis décadas después, a inicios del presente año, me encontraba realizando labores de revisión bibliográfica en la Universidad de Matanzas Camilo Cienfuegos. Durante todos los cursos que viví en sus aulas, nunca tuve ocasión de experimentar el curioso encuentro que me asombró aquella mañana del reciente febrero. A solo unos meses de celebrar el 50 Aniversario de la institución, en la fecha del 9 de mayo, y de la reapertura de su Sala de Historia, en actuales remodelaciones estructurales.
Mi local de trabajo era un almacén provisional, destinado a albergar objetos de la mencionada sala, por obvios motivos de conservación y cuidado. Yo estaba momentáneamente solo en la delicada tarea de examinar inmensos volúmenes de peso histórico y físico, pues mis compañeros acababan de salir. Era la hora pico en que estudiantes y trabajadores suelen recorrer masivamente la universidad en pos de una merienda o almuerzo a buen precio.
A mis espaldas, mientras me ocupaba en leer y transcribir, yacía el pasado de la sede. Una estantería repleta de documentos valiosos, una esquina engalanada con trofeos antiguos y recientes, distintas medallas, una máquina de escribir de especial importancia, entre otras reliquias ajenas a la visualidad diaria que obtiene el estudiante contemporáneo. En pocos días me acostumbré a la distribución de dichos objetos, pero un espacio del almacén me intrigaba con diferencia.
Se trataba de una mesa cubierta de telas blancas que envolvían un contenido imposible de distinguir. Ni siquiera por la silueta podía adivinar su naturaleza. Además, el color del envoltorio traducía aquella sensación en una diversión fantasmagórica. La sensación de trabajar solo en un inmenso almacén produce pensamientos absurdos en busca de entretenimiento. Movido por dicha sensación dejé el bolígrafo y me dirigí hacia la misteriosa mesa, con un afán más pueril que periodístico.
Como planificado por algún observador omnipresente de espíritu burlón, cuando me encontraba a un paso de desentrañar el enigma, volvieron mis compañeros. Ni la presencia de más personas ni las voces rompiendo la quietud apaciguaron el picor de mi curiosidad. Inmediatamente llamé aparte a Armando Santana Montes de Oca, historiador responsable de la sala en remodelación del centro y supervisor de buena parte de mi trabajo. Le pregunté qué había bajo esa cobertura de color blanco.
El uniforme de campaña del héroe
“Es el uniforme de campaña de Camilo Cienfuegos, el que llevaba puesto durante la invasión a Occidente —me respondió con pasmosa naturalidad—. No es una réplica, es el original. Un préstamo permanente para nuestra universidad, de parte del Museo de la Revolución”. Y procedió a apartar las telas para mostrarme la ropa con que el Señor de la Vanguardia comandó la Columna 2.
Fue como si de una habitual tomadura de pelo por parte de Camilo se tratase, dada mi ingenuidad y escepticismo. En un rincón de aquel almacén, a cinco metros de mi asiento habitual, en plena casa de altos estudios matancera, un retazo de la historia de mi patria aguardaba por mi curiosidad. Así como también aguarda por la restauración de la sala a la cual pertenece, donde, según los encargados del proceso, en meses venideros estará expuesto en su totalidad a la vista de los visitantes.
“No en vano nuestra universidad lleva su nombre, —manifestó Armando—. El museo universitario siempre ha incluido un apartado dedicado a la figura de Camilo Cienfuegos, al margen de todo lo referente a la propia institución. La conservación y presentación de este uniforme es una de las claves para cumplir nuestro mayor objetivo, que es atraer el público joven a la sala y despertar su interés por los valores patrimoniales”.
A la manera de una oportunista experiencia tras bambalinas, me queda el privilegio de haber palpado apenas unos segundos la indumentaria de batalla de un guerrero. Testigo inanimado de innumerables actos de valentía y entrega épica. Y, dado lo reciente del episodio, mucho menos creo que desaparezca en mí esa pasión por revisar cada librero y libro, o el interior de cada caja polvorienta a la que se me conceda acceso.
Tal vez no el uniforme de un héroe, pero siempre habrá algo que encontrar.
(Texto y foto: José Alejandro Gómez Morales)
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