Caudales de un Humedal: El privilegio de la amistad

Ha transcurrido exactamente una semana de haber vivido una de las experiencias más intensas de mi vida en el pantano. Conservo de hecho molestias en mis pies de tanto vadear por los disímiles sitios que, gracias a la compañía de excelentes personas, amantes de la naturaleza en toda la expresión de la palabra, pude transitar sin sentirme atado a las exigencias de todo tipo que a diario suelo enfrentar. Me ha tomado una semana entera organizar mis trabajos habituales y sobre todo poner a disposición de los lectores las peripecias de cinco fotógrafos en busca de sus mejores capturas en tierras cenagueras, cual parecido a un safari africano, pero sin la presión de encontrarse grandes felinos, y en esa ausencia, el temor de “chocar” con algún cocodrilo.

Todo comenzó alrededor de dos meses atrás, cuando se planificaba al detalle cada sitio a visitar, pues el poco tiempo de los amigos por cuestiones de trabajo les impedía conocer otras áreas protegidas de la Ciénaga de Zapata, así que esta experiencia se limitó al Parque Nacional Ciénaga de Zapata. Mediante mensajes en un grupo WhatsApp creado desde hace casi un año cuando conocí a Carlos Manuel y Marcos, en una visita de exploración acá que les dejó impactados con tanta belleza y desde luego como a casi todo el que llega, quedaron atrapados para siempre por la magia del humedal. En esta ocasión se sumaba Jean Carlos, un joven fotógrafo que ya conocía por nuestros intercambios en el grupo y que posee al igual que el resto del equipo una vitalidad tal que puede pasar por montuno, siendo un habanero de pura cepa y Yadiel, un amigo matancero casi cenaguero pues nada más encuentra la oportunidad se llega hasta acá.

Finalmente, contra toda probabilidad se pudo concretar esta visita, no sin antes pasar por momentos difíciles- no aparecía el transporte para movernos hacia y desde las áreas visitadas, hospedajes extremadamente caros, hasta la rotura casi total de la cámara de Carlos Manuel (al límite de suspender temporalmente el viaje desde sus destinos)-. Con los objetivos bien claros sabíamos que no podíamos pasar por alto Las Salinas de Brito y el sector Santo Tomás, dos lugares de singular belleza paisajística, el primero por los bellos contrastes entre la vegetación y las lagunas interiores de agua salada y constituir un área de invernada para muchas aves acuáticas que en esta época llegan desde varios sitios de Norteamérica; el segundo por el alto grado de endemismo, su historia y su gente. No debía faltar la visita casi obligatoria al Patio de Ana y Adrián, un jardín creado justamente para garantizar la protección de numerosas especies de aves, en especial la más pequeña del mundo: el Zunzuncito.

De nuestras peripecias solo podré mencionar a grandes rasgos que preferimos no hacer uso constante del transporte en el recorrido hacia las Salinas para evitar perturbaciones a las aves, por lo que el carro nos dejó en un punto cercano a los miradores que allí existen para luego emprender caminata por los bordes de las lagunas hasta la Estación de Manejo ubicada a unos nueve kilómetros, los que se multiplicaron exponencialmente con los recorridos previos donde Jean Carlos vivió enterrado hasta casi la cintura y nuestro querido Marcos pudo tener su primer encuentro con su soñado cocodrilo (lamento no contar con alguna fotografía que ilustre el momento exacto de ese encuentro casual). Entre  gavilanes, cigüeñas, sevillas, ibis, los llamativos flamencos y hasta un grupo de avocetas transcurrió el día hasta la llegada de la noche tal como se había previsto.

Santo Tomás también enamora. Su zanja parte en dos las sabanas y bosques de ciénaga de sur a norte hasta unirse con el Río Hatiguanico -considerado el Amazonas de Cuba por algunos-. El objetivo de poder fotografiar aves endémicas de hábitats restringidos y amenazadas se pudo cumplir en parte pues la Ferminia -ave endémica local y una de las más perseguidas por ornitólogos, fotógrafos y naturalistas- pudo regalarnos su bello canto y algunos instantes antes de partir quiso lleváramos recuerdos de su belleza en nuestros lentes -condensados además hasta el nivel de lograr solo unas pocas tomas-; a diferencia del Cabrerito de la Ciénaga, que abundan allí pero una vez comienza a soplar el viento se refugian y no hay Dios que los haga salir a alguna percha. Otras fotografías de aves endémicas, caro está, se pudieron hacer, pero quedó el compromiso de volver, de siempre volver.

El jardín invariable durante esta temporada es un coctel de aves, un rico manjar para el grupo que estuvo hasta la llegada de la noche, casi que clausurando la visita. Entre sorbos de un elixir llamado Habana Club, cámara en mano, atentos a cualquier movimiento de un ave, los últimos rayos de sol se despidieron de nosotros junto a Ana y Adrián, excelentes anfitriones que recomendamos puedan hacerles la visita para conocer a profundidad de sus trabajos en aras de protegerse pequeño espacio de vida.

¡No podían faltar las sabanas de Pálpite! A modo de despedida al siguiente día visitamos esta extraordinaria sabana. Caminamos hasta horas cercanas al mediodía para deleitarnos con un amanecer húmedo y aves un poco ariscas pero siempre con la agradable sorpresa de encontrar una al alcance de los lentes. La noche transcurrió entre risas y cuentos en familia pues el carro previsto para esa tarde estaba roto en plena autopista, como para comprometerles a seguir haciendo fotografías y caminar por otros sitios de la ciénaga amada. Nos despedimos al día siguiente. Como en mi torpeza habitual no les expresé cuánto disfruté de su compañía, en este artículo que comparto, el cual leerán seguramente, aprovecho para agradecerles por su amistad y desde luego la invitación a que vuelvan pronto a andar y desandar por los terrenos de Zapata.

( Por: Yoandy Bonachea Luis / Fotos: Colectivo de autores )

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