
Hacia el interior de la finca Zequeiras, cerca de Lagunillas, familiares y amigos rinden tributo a los Gómez Olivera, protagonistas del suceso. Fotos: Cortesía de la fuente
A un par de kilómetros de Lagunillas, Cárdenas, una tarja descansa solitaria a la sombra de un algarrobo. La inscripción en su cima afirma que justo allí, en torno al palmo sobre el que se alza, vivió alguna vez la familia Gómez Olivera “hasta que su casa fue incendiada por contrarrevolucionarios la noche del 19 de abril de 1962”.
Donde está el árbol había una sala, y en derredor se extendía un cañaveral. Sobre las paredes del bohío, el techo de guano. Abajo, el piso de tierra. Ya no hay paredes ni techo, solo permanece la tierra.
Enero de 2019 transita por días fríos. La tarja está recién colocada. Jorge, uno de los descendientes, me hace llegar el documento escrito a mano en el que la historia de fondo, breve y concisa, todavía arde. Lo leo una y otra vez, sabiendo que lo retendré en mi mente sin poder evitarlo.
El cronista firmante es su tío Ángel Gómez, sobreviviente de lo ocurrido cuando contaba solo unos 10 años. Ahora, a sus 65, se dispone a relatarlo en el lugar de los hechos, ante un público compuesto por familiares, amigos, combatientes y una representación del museo Oscar María de Rojas, papel en mano y a viva voz.

Él, que vivió para hacerse escritor, comprime en su garganta la bravura que le despierta el recuerdo leído de su puño y letra. Durante años ha tramitado sin cansancio para develar el pequeño monumento que ya es tangible. Durante años ha esculpido en deseos un nuevo aporte a la memoria histórica del territorio, y ahora le da sus últimos retoques en palabras:
“Soy el único que queda con vida para narrar los sucesos de la noche diferente del 19 de abril de 1962, y objetivamente a mi edad, no sé del tiempo que disponga para hacerlo. Por lo que estar reunidos en este lugar se convierte en el cumplimiento de uno mis deseos, por eso al contemplarlos soy feliz”.
Al referirse con gratitud a un antiguo vecino, Cecilio Rodríguez, que les ayudó a apagar las llamas aquella noche, Ángel sentencia lo que dicho guajiro ayudó a evitar: “que en lugar de venir hoy a develar una tarja, por un hecho criminal que no logró su objetivo, vinieran ustedes a rendirle tributo a tres de sus seres queridos vilmente asesinados, quemados vivos. Porque, ¿por dónde íbamos a salir, si todas las puertas y ventanas estaban empapadas de gasolina?
“El acto, terrorista y criminal, estuvo bien pensado y planificado. Pero les falló un decisivo, casual y salvador detalle: esa noche llegó de pase de su unidad militar el joven hijo, el joven hermano José, de 21 años. Con las llamas quemando el techo de guano, encima de nosotros, José se despertó a tiempo y a toda velocidad corrió para el otro cuarto gritando: ‘¡Mamá! ¡Papá! ¡Candela!’.
“Yo dormía al lado de mi madre, que me despertó estremeciéndome y diciéndome a la vez: ‘¡Mijito! ¡Candela, candela!’. Logramos salir antes de que el fuego bajara hasta las puertas y las ventanas.
“Sin perder tiempo, una escalera, un tanque de agua y varios sacos, todos a mano, y una cadena humana, que comenzaba por mi madre, continuaba conmigo y mi padre hasta hacer llegar los sacos mojados a mi hermano José, quien subido en la escalera intentaba ahogar el fuego. Esa fue la rápida respuesta, esa fue la rápida solución.
“Mientras José se fajaba con las llamas, no dejó un solo instante, en un improvisado discurso, de gritar: ‘¡Asesinos!”
Ángel se detiene.
“¡Criminales!”.
Otra breve pausa. Por un momento reina la noche.
“¡Cobardes!”.
Y crepita el techo que ya no está allí.
“¡Patria o Muerte!”.
Pero su garganta no cede al quebranto.
“Aquellas palabras mi hermano las repetía una y otra vez. Aquella voz enérgica, clara y valiente, retumbaba en medio del silencio y la oscuridad de este campo rodeado de cañaverales. Cuando apagó la última llama, bajó y nos abrazamos los cuatro. Y mirando las estrellas, con la frente bien en alto, y con todas nuestras fuerzas… cantamos el himno nacional”.
Es una mañana con frío, pero el locutor ya no parece necesitar el abrigo que lleva. Le abrasa el papel entre sus dedos, el reencuentro fugaz con los suyos, el eco de un himno cantado hace tanto ya entre el humo y las cenizas…
Este fue, como bien recalca Ángel Gómez, tan solo uno más de los 8570 hechos subversivos practicados en los primeros ocho meses del año 1962, como parte de la Operación Mangosta, organizados y dirigidos por la CIA. Muy poco después, el 3 de julio, el comandante Juan Almeida crearía la sección de Lucha Contra Bandidos, si bien las funciones de la misma ya formaban parte del itinerario miliciano de hombres, casi niños algunos, como el oportuno centinela y héroe de esta anécdota.
Gracias a su hermano Ángel, y al documento por él escrito que me mostró mi tío Jorge, hoy constato con admiración indescriptible que José, mi abuelo fallecido hace mucho, estuvo ahí, ayudando a apagar el fuego de la larga noche de los bandidos que asolaron Cuba entre 1959 y 1965.
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