Todas las Matanzas en una sola ciudad

Todas las Matanzas en una sola ciudad

Fotos: Raúl Navarro González

En las tardes —no todas— de ciertos días, el sol al ocultarse por detrás del Valle del Yumurí adquiere una tonalidad entre el estaño de los pesos de Martí y el filamento de un bombillo incandescente. En esos momentos, aparece Matanzas más nítida que nunca.

La luz alcanza un equilibrio entre el brillo que encandila y la claridad que todo lo devela. Así los secretos parecen esfumarse como el agua de los charcos. Todo lo que fue y es la ciudad se muestra al unísono. Pasado y presente y parte del futuro se superponen, se mezclan.

José María Heredia, antes de entrar en su casa, ubicada en un pasillito de la calle Río, se pone a conversar con el señor que ofrece pan con minutas a 200 pesos en un puestecito construido con par de cabillas y zines. Le habla de lo grandioso de las cataratas del Niágara, de su estruendo, de su poder. El el vendedor le pregunta si ahí se dan buenos pescados o son como las pencas de río de aquí.

Los navíos de la Flota de la Plata española, con sus altos mástiles y sus quillas de madera fuerte y sus velas henchidas, se ven como barquitos de jugueteante los cargueros que descansan en la bahía. Encima de uno de estos, un marino holandés llamado Piet Hein los observa con curiosidad. Parece que le traen recuerdos lejanos, pero en su mirada oblicua se nota que trata de hacer memoria y no lo logra.

Milanés, encima de su cama, en lo que es hoy el Archivo Provincial, suda unas terribles fiebres; ni siquiera el médico sabe si padece por el amor de su prima Ilsa, o lo agarró el virus que anda por ahí. Para cualquiera de los dos casos, le aconseja guardar reposo y tomarse un paracetamol si su amante imaginaria sele aparece en un pensamiento.

En Medio, tan cosmopolita como puede ser una calle de un país latinoamericano subdesarrollado, se mezclan sujetos y tiempos. Señores vestidos de levita negra y altos sombreros de copa se cruzan con muchachos con camisetas apretadas, chorpetas de mezclilla y botas de agua con los logos del Real Madrid y el Barcelona estampados. Señoras con anchos vestidos con varillas en los sayones, que la hacen parecer una sombrilla que el viento volteó, le ceden el paso a sus descendientes jovencitas con blusas holgadas y cómodas sandalitas de artesanos.

Guiteras, en la corta playa cercana al Morrillo, fuma y contempla aquella mole de hierro al otro lado de la bahía que le contaron que se llama igual que él. No se sabe bien sobre qué cavila; sin embargo, para un observador que estuviera a cierta distancia de Antonio, vería cómo el humo de su cigarro se yuxtapone al de la chimenea de la Termoeléctrica.

Gabriel de la Concepción Valdés, el Plácido, sentado en el parquecito triangulara la entrada de Versalles, observa pasar a una hermosa muchacha. Esta lleva una licra apretada, con esa actitud a la vez indiferente e incendiaria de las mujeres seguras de su belleza. Comienza a recitar para sí un viejo poema, uno que escribió él mismo 200 años atrás, y que advertía a la gente sobre las mulatas de fuego.

En los negocios de Nárvaez, con toda su parafernalia chic, con todo su estilo retro, entre las mesas y las barras comienzan a surgir cajas con tasajo, sacos de azúcar morena, bacalaos conservados en sal. De repente, existen a la vez el bar y las casas-almacén que alguna vez estuvieron ahí y a donde arribaba toda la mercancía, después de que el puente Giratorio girara, que enriqueció alos comerciantes en el siglo XIX.

Cuando la luz se marcha para darle paso a la noche, todo regresa a su lugar ya su momento. El pasado se queda en el pasado y el presente continúa con sus pesares y alegrías ocasionales. Mas, por unos instantes, se pudo ver toda la grandeza y desventuras de una ciudad que cumple 332 años.

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