
Fauna de barrio
Mi casa es una atalaya y cada ventana un resquicio a uno de los puntos cardinales. Habito en una segunda planta dentro de una cuadra en que las viviendas no superan el primer piso y se hallan separadas las unas de las otras por jardines y pasillos. Por ello, mi campo de visión resulta abarcador, presto para la observación.
En ocasiones, cuando no hay nada que fregar o que leer o que adelantar, visito cada una de las ventanas y resquicios -los que dan al norte, sur, este y oeste- y me dedico a observar a mis vecinos. Contemplo cómo se mueven, a qué se dedican, imagino qué piensan. Hago algún tipo de ejercicio que mezcla la curiosidad con el aburrimiento.
En el norte, hacia donde da mi balcón, espío a la muchacha que cada tarde se sienta en el quicio con su móvil a hacerle una llamada al esposo en Guyana. Escucho que le pregunta cuándo volverá, que su hijo lo extraña, que el «Ecoflow» que le envió funciona bien.
Su madre, que a veces se asoma en la puerta, me descubre y me avisa que llegaron tres libras adicionales de arroz. Le agradezco por la información y pienso, entonces, que en cualquier cuadra no puede faltar los que viven atentos a la cuota, a la casilla, a las mipymes cercanas. Hay pollo. No hay pollo. Hay pollo, pero los de cinco libras las jaba. Entró una donación rusa. Entró una donación brasileña. No ha entrado nada.
Al lado del hogar de la muchacha de la videollamada y su madre, se halla la pequeña mansión de una de esas familias que han sabido cogerle el golpe a las maneras en que el comercio se mueve en la Isla, los negociantes. Al parecer no hay nadie allí ahora. Igual trato de atravesar con la vista la fachada, para contemplar la piscina en el fondo.
Fue la primera de su tipo que vi en un sitio particular -y es ancha y larga- no como los abrevaderos que algunos hacen en los patios. Solo me bañé ahí una vez, cuando la inauguraron 20 años atrás. Quizá de ahí viene mi idea de que las personas con dinero son aquellos que construyen piscinas. Entre más amplia o profunda sea, más gorda es su cuenta en el banco.

En el este, hacia donde da mi cuarto, contemplo a un señor que cada día, a las seis de la tarde, saca un banquito hacia la asera. Se queda ahí, sin dedicarse a nada, sin trastear en el celular, sin hablar con nadie a menos que le saquen conversación. Dicen las malas lenguas que la mujer lo dejó hace poco. Lo miro y siento cómo su soledad se me mete dentro, se me acomoda en el tuétano. Todos, en algún momento, hemos estado así.
Contiguo a él, en un chalet de construcción americana, radica la chismosa que no puede faltar en esta fauna. Sin embargo, parece que ahora no se encuentra. Sé que ella me vigila y que, muy dentro de sí misma, envidia mi atalaya.
En una casa justo debajo de mi ventana, ha comenzado una trifulca familiar. Es la tercera de la jornada. La segunda no me dejó echar una siesta; la primera me despertó a las siete de la mañana. Esta de ahora la causó que alguien se comió el pan que le tocaba a otro. A pesar de que, con sus bullas, no me dejen a veces leer o dormir, los disculpo, porque la convivencia no resulta fácil, sobre todo cuando se juntan tres o cuatro generaciones.
En el oeste -yo parado en la entrada del apartamento- un muchacho en la calle revisa una planta eléctrica. La vacila. La toquetea. Le habla bajo, como a una querida, cuando no entiende qué le ocurre. En los últimos tiempos, desde que comenzaron los déficit, se ha dedicado a ello. Supongo que sin importar el contexto siempre habrá quien se beneficie.
A su frente, en un viejo almacén que convirtieron en viviendas, unos recién mudados escuchan reparto y se beben unas cervezas. Ahorita comenzará el karaoke. Será parecido a la otra noche cuando salieron a la calle en pleno chaparrón, borrachos y eufóricos, a cantar Álvaro Torres.
En el Sur, desde la cocina, miro a un anciano que riega con calma -con la envidiable paciencia de los jardineros- el ajo porro y la yerbabuena. Luego los venderá a bares y paladares, porque su retiro no le alcanza para los precios que de a poco adquiere la subsistencia.
Su labor silenciosa contrasta con el taller de mécanica cercano. Oigo, proveniente de allí, el roce metálico de las pulidoras, el golpear de las llaves inglesas contra los motores cuando no quieren arrancar y esas conversaciones de macho, cuando se creen más machos, porque se dedican a cosas de machos.
Mi barrio, como otros tantos de Cuba, se mueve a su propio ritmo. Sufre soledades. Se enriquece. Se empobrece. Se defiende. Se lucha. Se baila. Se toma. Se ama. Se arregla. Se vive.