
En el complejo tablero de Oriente Medio, donde las piezas se mueven con sangre y petróleo, el último movimiento del gobierno de Netanyahu en Israel ha sido tan audaz como desesperado. El reciente ataque israelí contra oficinas de Hamás en territorio de Qatar no es solo otra escalada bélica: es un terremoto geopolítico que desnuda las miserias de una alianza tambaleante y revela las profundas grietas en el llamado «orden» internacional.
Como bien apuntan analistas estratégicos, este operativo tenía todos los ingredientes de una jugada maestra orquestada entre Washington y Tel Aviv: el clásico «yo distraigo, tú golpeas». Pero esta vez, el guion falló. Y el fracaso es tan revelador como lo hubiera sido el éxito.
La narrativa oficial –que se desmorona más rápido de lo que tarda un caza F-35 en cruzar el espacio aéreo saudita– es que Israel actuó por su cuenta. Que Estados Unidos, fiel aliado de la «paz», no sabía nada. Suena familiar, ¿verdad? Es el mismo libreto usado cuando asesinaron a científicos iraníes o cuando atacaron Siria.
La realidad, como un misil que no explota, queda clavada en la arena del desierto esperando que alguien la examine: es absolutamente imposible que aviones israelíes atraviesen múltiples espacios aéreos en una de las regiones más militarmente vigiladas del planeta –incluyendo el de Arabia Saudita, custodiado por bases y radares estadounidenses– sin que el Pentágono lo sepa, lo autorice o, como mínimo, mire para otro lado.
Los detalles son cruciales. La propuesta de alto al fuego presentada por Trump –sí, el mismo que ordenó asesinar al general iraní Soleimani– era la carnada. Hamás, mostrando una disposición a negociar que sus detractores nunca le reconocerán, había aceptado inicialmente la propuesta. Sus delegados fueron convocados a una oficina en Doha que Qatar, bajo presión estadounidense, había reabierto expresamente para servir de canal. Era la trampa perfecta: atraer a la dirección política del movimiento a un lugar específico y eliminarla de un solo golpe, decapitando la resistencia y lavando con «éxito» cualquier fracaso previo de Netanyahu.
Pero algo salió mal. Muy mal. Turquía, ese actor incómodo que nunca se alinea del todo con nadie, al parecer advirtió a Hamás. Los líderes no estaban en el edificio. El resultado: víctimas civiles, trabajadores y encargados locales, pero ningún blanco de alto valor.
El «éxito» que Israel aseguró a su aliado norteamericano se transformó en un bochorno diplomático de primera magnitud. Ahora, Washington debe fingir un enfado monumental con su socio, Qatar debe fingir que su sofisticado sistema de defensa –que incluye baterías THAAD y Patriot estadounidenses– no detectó nada, e Israel debe explicar por qué ha convertido a un aliado estratégico como Qatar en un escenario de su guerra permanente.
La reacción de Qatar ha sido un estudio de la contradicción. Por un lado, su Primer Ministro calificó el ataque de «incomprensible» y declaró creer que trataban «con gente civilizada». La ironía es densa. Qatar, que financió y armó a grupos yihadistas en Siria contribuyendo a la destrucción de ese país, ahora descubre el sabor amargo de la traición de sus «socios». Es el precio de acostarse con elefantes: siempre te arriesgas a que te aplasten.
Por otro lado, Doha ha sido rápido en asegurar que su «sólida alianza en seguridad con EE.UU.» permanece intacta. Es el grito del rehén que defiende a su secuestrador. ¿Cómo puede un país soberano ser atacado impunemente en su territorio por un socio de su principal aliado militar y luego salir a declarar que todo está bien? La respuesta es simple: realpolitik. La base militar de Al Udeid, el cuartel general más importante de EE.UU. en la región, está en suelo catarí. Es una relación de dependencia mutua y conveniencia, no de igualdad.
La Cumbre Islámica de urgencia convocada en Doha es otro acto de este teatro. ¿Dónde estuvo esta urgencia cuando Israel bombardeaba Siria, Líbano o Irán? La selectiva indignación del mundo árabe siempre ha sido su talón de Aquiles. Muchos de los países que hoy condenan el ataque a Qatar son los mismos que cedieron su espacio aéreo para que los aviones israelíes atacaran a Irán o financiaron la guerra contra Siria. Erdogan, el «mejor amigo» del Emir de Qatar, puede lanzar diatribas contra Netanyahu comparándolo con Hitler –algo con lo que, por supuesto, no podemos estar más en desacuerdo en las formas, pero que refleja la profundidad del enfado–, pero Turquía sigue siendo un pilar económico vital para Israel. El cinismo es la moneda corriente.
Lea también

La tragedia de Denison
José Carlos Aguiar Serrano – En una pequeña urbe tan distante y aislada de las grandes ciudades, pareciera no suceder nada. Pero, de googlear noticias relacionadas con Denison por estos días, no será precisamente… Leer más »
Este fracasado ataque tiene implicaciones profundas para la región, y en primer lugar, en la credibilidad de Qatar como mediador neutral, la cual ha quedado hecha añicos. ¿Qué grupo confiará ahora en unas negociaciones auspiciadas por un país que permite que su territorio sea usado para una emboscada? Este es un golpe devastador para cualquier proceso de paz futuro.
Por otro lado, la pantomima de que Washington puede «contener» a Israel se ha evaporado. O son cómplices activos, o son tan incompetentes que no controlan a su propio aliado. Ninguna de las dos opciones es aceptable para una superpotencia.
Además, el mensaje para Teherán, y para cualquier actor que se oponga a la hegemonía israelí-estadounidense, es claro: no hay reglas. Se les puede atacar en cualquier lugar, en cualquier momento, incluso durante negociaciones o en territorio de un «aliado». Irán debe entender, como hemos entendido en Cuba tras décadas de bloqueo, que en este juego está esencialmente solo.
Para Hamás, no obstante, este evento es una victoria propagandística monumental. Demuestra su capacidad de inteligencia, la solidez de sus redes regionales y la disposición de actores como Turquía a jugar su propio juego. Sobrevivir a un intento de decapitación fortalece su leyenda y su autoridad moral.
Netanyahu, acorralado por sus fracasos militares en Gaza, por la creciente condena internacional y por sus procesos judiciales internos, apostó por una jugada desesperada para resucitar su imagen de «hombre fuerte». Falló. Y en su fracaso, ha logrado lo que pocos: enfurecer a un aliado clave, exponer las mentiras de su patrocinador y demostrar que la impunidad absoluta no existe.
Desde Cuba, miramos este evento con la lucidez que dan seis décadas de resistir a la misma maquinaria de agresión. Nos solidarizamos con el pueblo de Qatar, víctima de una violación grotesca de su soberanía. Nos solidarizamos con el pueblo palestino, cuyo derecho a resistir, y a existir, sigue siendo incuestionable. Y reafirmamos que el único camino hacia una paz verdadera en Oriente Medio pasa por el fin de la ocupación israelí, el cese del expansionismo sionista y el respeto al derecho internacional.
El mundo multipolar que emerge no será construido por los Netanyahus ni los Trumps del mundo, sino por los pueblos que, como el palestino y el cubano, se niegan a desaparecer. La arrogancia del imperio y sus socios siempre, siempre, termina tropezando con la misma piedra: la indoblegable resistencia de quienes luchan por su dignidad. Y esa es una lección que la historia se encarga de repetir, por si acaso no la habíamos entendido.