Un artillero mira al cielo y recuerda…

Wilmer, el artillero mira al cielo y recuerda…
Un artillero mira al cielo y recuerda…

Cada vez que mira el cielo, aunque tenga 85 años, Wilmer no está viendo una inmensidad inaccesible. Está viendo un terreno que domina, para el cual le entrenaron, y en cuanto rememora un poco se le vuelve a aparecer aquel avión de frente, con el alba al fondo, que se le echó encima un 17 de abril de 1961.

Wilmer Pérez González ni siquiera sabía qué era ni dónde quedaba la Ciénaga de Zapata antes de ser destinado allí para derribar o ahuyentar aviones. Ese lugar no era más que un dato, la especificidad geográfica de una orden superior, donde lo importante era el qué por encima del dónde, o del cómo.

Lo suyo, me repite, simplemente era derribar o ahuyentar aviones, y para eso tenía que mantener el temple lo más acerado posible. Ya habría tiempo de aprehender la magnitud de esa misión y, en el futuro, recordar las palabras “Playa Girón” con un hálito especial, como se recuerdan las grandes cosas.

PRELUDIO DE UNA INVASIÓN

Cuando se tienen 21 años, cualquier cosa que uno logra parece grande, mucho más de lo que en realidad pueda ser vista desde fuera. Pero para un tunero alzado con el Ejército Rebelde a los 18, triunfante en la derrota de Batista a los 19 y convertido en artillero antiaéreo a los 20 en una base militar occidental, sucede justo lo contrario: uno llega a los 21 acostumbrado a la grandeza, a la inminencia de lo extraordinario.

Pero el Wilmer de Girón, el joven jefe de un pelotón al pie de una cuatro-bocas, había empezado a prepararse lejos de allí, con la soltura de quien asume un simple deber, sin saber cuándo ni por dónde se le echarían encima los alados enemigos de metal y metralla.

Pieza expuesta en el Museo de Playa Girón. Foto: Ramón Pacheco

“Les decíamos cuatro-bocas”, me aclara sonriente, “pero en realidad eran ametralladoras checas con calibre de… 12,7 milímetros. Luego vendrían otras más potentes. Para finales de 1960 no existía artillería antiaérea en Cuba, y esas fueron las primeras en llegar. Sí había aviones y milicia, pero como tal los primeros artilleros fueron a formarse en aquel momento a la base Granma, a la entrada de Pinar del Río, que era donde me habían trasladado a mí para remodelar aquella instalación de la antigua Marina.

“Cerca de mil muchachos, entre los 13 y 20 años, ¡niños prácticamente!, llegaron a formarse cuando ya estaban las armas y los profesores. El primer curso salió, con sus baterías y todo, preparado para combatir porque ya se sabía lo que venía. Nos llegó un runrún de que si un ataque, que si una brigada preparándose en Nicaragua, que si ‘tomar a Cuba’, como se decía… Eso fue en noviembre. Y en enero comenzó el segundo curso. Cerca de mil muchachos más.

“Los del Ejército Rebelde estábamos aparte. Cuando aquello nos daban bastante trabajo y ni pase teníamos casi. Otro compañero y yo, que cuando teníamos tiempo libre, íbamos a ver la preparación de los futuros artilleros, nos gustó tanto esa dinámica que nos atrevimos a preguntar si podíamos entrenar con ello. Se lo planteamos a nuestro capitán, quien se lo consultó personalmente a Fidel; aunque no éramos parte de aquellos estudiantes o civiles, y estábamos en el límite de edad, precisamente por nuestra experiencia, nos pusieron de jefes de batería o de pelotón”.

Su primera misión como artillero antiaéreo ocurrió entre las lomas pinareñas, cuando andaban tras la pista de un grupo de alzados. Dos aviones aparecieron de madrugada para lanzar armas, pero se perdieron entre el fuego de 18 cuatro-bocas; ni siquiera había terminado el curso y ya conocía el éxtasis de la victoria terrestre contra los enemigos del cielo.

LA HORA DE LOS ARTILLEROS

“Regresamos entonces a nuestro anterior puesto, pero a expensas de presentarnos, en caso de agresión, en el reparto Siboney, de La Habana. El llamado llegó poco después, por radio, y de ahí nos fuimos para un lugar que unos llamaban Ciénaga de Zapata, otros Bahía de Cochinos, otros Playa Girón, pero ni los habaneros sabían bien para dónde. Lo emocionante fue salir por la calle 23, entrar a Matanzas por el paseo Martí, por Tirry…

“La gente en las calles, aclamándonos con banderas, casi cerrándonos el paso, ¡queriendo montarse en los carros con nosotros! ‘¡Vayan pa allá! ¡Vayan pa allá!’. Estaban muy recientes los bombardeos a los aeropuertos. Y era el día 17, es decir, ya se estaba combatiendo”.

Mientras Wilmer y los suyos se adentraban cada vez más en la provincia invadida, al atravesar municipios como Jovellanos o Jagüey Grande fueron saludados con un recordatorio muy distinto de la falta que hacían: cadáveres y heridos provenientes de la dirección contraria, en traslado hacia hospitales, la mayoría víctimas de los aviones, de los que en lo alto disponían a su antojo del paisaje y de las vidas a falta de una defensa antiaérea.

Hacia las 2 de la mañana, en las proximidades del central Australia, se acercaron lo bastante para escuchar los obuses y las ráfagas y divisar el resplandor de la batalla. 

“Esos jóvenes no mostraban miedo. Todo el mundo en su puesto y la caravana avanzando despacito, con la lona de la ametralladora quitada y las luces de los camiones apagadas, para no ser vistos. Nadie de mi grupo se rajó ni actuó con indecisión. Niños de 14, 15, 16, hasta 20 años… Nadie”.

El amanecer en Pálpite los sorprendió con su bautizo de fuego en la forma de un avión enemigo, frontal y amenazador, cerniéndose sobre ellos como un pájaro salido de una aurora de sangre. Todas las baterías allí presentes recibieron el aviso de que Fidel daría la orden, mediante el disparo de una bala trazadora.

Desde un tanque Fidel llega al mismo escenario de la batalla de Girón para impartir las órdenes a sus tropas.

“Cuando tiró, ¡aquello fue…! Parecía un estallido de fuegos artificiales, todos al unísono. En cuanto vimos girar al avión, formamos una gritería, ‘¡Lo tumbamos! ¡Lo tumbamos!’.En realidad no lo habíamos tumbado nada. Lo que pasó fue que salió huyendo y se nos perdió de vista; pero la emoción era demasiada”.

Sin embargo, el espíritu temerario y entusiasta de la aventura se envolvía en una humareda de cruda realidad. En Playa Larga todo estaba ardiendo. A la seca del clima se sumaban los estragos de napalm, morteros y obuses para destruir un paisaje y nublar la vista de quienes venían a despejarlo de atacantes.

El camino hacia allí resultó una vía mortuoria, hiriente de ver, anegada en vísceras y polvareda; cadáveres tendidos en las cunetas, estómagos descerrajados, rostros irreconocibles, hasta una alfabetizadora semienterrada en la arena para sorpresa y liturgia de los caravanistas.

Como si aquel humo se volviera a colar entre los párpados de Wilmer, la mirada se le conmueve. “Si tú ves las reacciones de los combatientes en Playa Larga cuando se les unieron los artilleros antiaéreos…”.

Chiquillos levantados sobre los hombros de tipos más fuertes, abrazados por soldados curtidos que lloraban de alegría y gratitud, al saberse estos protegidos de los pilotos impunes que constituían su principal amenaza… Su descripción es un vivo fresco del ser humano en el punto límite de su fragilidad puesta a prueba.

Memorial a los caídos en Museo de Playa Girón. Foto: Ramón Pacheco

“Hubo cinco muertos de nosotros, de los antiaéreos. Ahí tengo los nombres, todo guardado, en un periódico. Cada vez que me acuerdo de Nelson Fernández Estévez, víctima de mortero con solo 15 años, diciendo en el hospital de Jovellanos: ‘Doctor, no me deje morir, yo quiero ver la victoria’… Vaya, me dan ganas de… No sé ni qué decirte”.

El viejo artillero alza los ojos al cielo y se detiene un segundo. Suspira, y entonces parece que la batalla dentro de su cabeza vuelve a cesar, cuando de nuevo sonríe y encuentra una última cosa que decirme:

Girón fue algo muy grande. Nunca vamos a ver una cosa igual. Ojalá que no”.

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