Llegan en los vientres de los aviones. Vienen unas apretadas con otras, unas encima de otras, unas debajo de otras. Arriban miles cada día. Padecemos una sobredosis de ellas. En un punto, si continúa su acumulación, seremos más maletas que personas.
Algunas, dentro, cargan la laptop que permitirá que la sobrina termine la universidad; la de su lado, las pastillas que evitarán que reviente el corazón del abuelo; la otra, una novela que no encontrarás en las librerías.
Las cubrirán de nailon como a ciertos cadáveres. Unirán sus asas con un candado y esconderás la pequeña llave en el bolsillo de la camisa, cerca del lugar que comenzará a palpitar cuando la aeromoza diga que se deben abrochar los cinturones, porque descenderán sobre la tierra donde dieron un beso de piquito por primera vez, en la que sobre las tumbas de tus abuelos crecieron helechos, donde en un pedazo de cemento fresco en la acera frente de tu casa pusiste tu nombre y el de ella.
Otras no son maletas en sí; pero cualquier recipiente que permita escarrancharle par de paquetes de café La Llave y unos zapatos para el hijo de tu amiga que se quedó aquí será maleta. ¿Qué sabe el diccionario de las escisiones y esta marca de Caín que llevan en la frente los que se fueron?
En esa categoría se hallan “los gusanos”, como si hubieran nacido de la podredumbre del hierro de los Boeing, largos sacos donde se apilarán duchas y mezcladores de agua que luego te venderán en una ferretería del bulevar.
Están las que tienen rueditas, al igual que tu primera bicicleta, y parecen diseñadas para enseñarte a emigrar sin que te caigas y te des un golpe demasiado fuerte contra las pistas de aterrizaje de los aeropuertos. Sobrepasarás la aduana con miedo de que te hayas excedido con las libras, que te confisquen algún producto, porque no leíste las nuevas disposiciones antes de partir de allá. Al sobrepasar las puertas automáticas, te recibirá la calidez asfixiante del Trópico, te percatarás de que esas rueditas en nuestras calles, carcomidas por el tiempo, por el salitre, por los automóviles rusos, no son funcionales, y la maleta, como ciertas economías nacionales, se bambolea mientras avanzas.
En tu casa —o tu antigua casa, pero que sigue siendo tuya—, te esperarán. Habrá abrazos, par de lagrimones, un olor familiar, quizás el moho de las tuberías o los frijoles negros sazonados con laurel y ají cachucha. Sin embargo, todos estarán pendientes de los bultos que bajarán del maletero del auto: su tamaño, su peso o las formas que se sienten por debajo de su piel de tela negra al cargarlas.
Después, le corresponderá el momento al protocolo de abrir las maletas. La familia se reunirá alrededor de quien vuelve una y otra vez. Se mostrarán pendientes de qué le toca a cada cual. Rajarán el nailon del cadáver, zafarán el candado con la llavecita y luego la abrirán en canal con el zíper. Ella quedará desnuda con sus tripas de pantalones, con su hígado de tostadora nueva, con sus pulmones con una máquina pequeña para dar aerosol.
Hay un silencio ceremonial mientras eso ocurre, mientras extraen los objetos de su interior y los colocan en la cama o en una mesa y anuncian su destino. “Eso es para papi”, “Eso para Tata, que me pidió un par de espejuelos graduados”. Cada artículo se pensó para que fuera útil; aunque, cuando las carencias vagan por ahí, todo es útil, porque si no gusta, se venderá y el dinero nunca sobra.
No obstante, el contenido variará según la escasez que más nos golpee: la alimenticia, la de medicamentos, la de ropa barata y resistente, la de celulares para que yo pueda comunicarme contigo y explicarte que no necesito nada, solo a ti aquí y no a un cielo de distancia.
Todos los allegados recibirán un pequeño regalo, aunque sea un par de medias o unos chicles de esos que no pierden el sabor, como el sexo casual después de par de mordidas. Esa noche, los niños de la casa se hartarán de chocolate y los adultos de la bebida del “enemigo”. Las maletas traen un alivio transitorio. Te ahorran preocupaciones; al menos, hasta que te das cuenta del precio de lejanías que pagas por ello.
Por desgracia, en mi vida he tenido que presenciar demasiadas veces la ceremonia de abrir las maletas, con sus silencios y miradas ávidas y ese vacío que queda cuando se desinfla el equipaje, cuando se llega a su fondo, cuando se llega al fondo de uno.
PD: Basado parcialmente en el podcast de Radio Ambulante: La maleta cubana.
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