Una Isla que parece el auricular de un teléfono fijo (Segunda parte)

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Una Isla que parece el auricular de un teléfono fijo (Segunda parte)

Le pregunté dónde podía conseguir el pan nuestro de todos los días, de bolsa y barato. El mensaje sigue ahí con sus dos palomas azules y el muy cabrón no responde. Ha pasado una semana y nada de nada. Por eso a cada rato pienso que con él se puede mandar a buscar a la muerte, a él le dieron la tarea de enderezar la economía cubana.

Como a él no le nace contestar, yo prosigo con mis reflexiones comunicológicas o, por lo menos comunicativas, porque la lógica escasea bastante por estas tierras.

Les contaba que en un tiempo contactábamos los unos a los otros con el lenguaje secreto de los timbres. Uno significaba un te extraño, dos que te necesito, tres que el cielo se va a caer y no aparece un plomero barato. Otra costumbre de aquella época en que el saldo formaba parte de ti y de tan poco parecía que cuando los kilos se iban tú te adentrabas más en el silencio.

Recuerdo que por aquel entonces tenía una novia que vivía en otro municipio y para conversar la llamaba después de las 11 de la noche, porque por una oferta de Etecsa el minuto te salía a la mitad de precio.

No importa dónde me encontrara o qué hiciera o el sueño viejo que llevara a cuestas, ese era el horario para que ella me contara el capítulo de la novela de Fitzgerald que leía o que su abuela había cocinado frijoles blancos o me recordara que la distancia puede matar hasta lo más hermoso. No era relevante lo que me dijera, había que aprovechar esas pocas clemencias que te regalaba la única empresa de telecomunicaciones de Cuba que, aunque te aseguraba que estaba “en línea con el mundo”, a ti se te seguían cayendo las llamadas, y yo no podía contactar con mi hermana en los Estados Unidos.

Cuando se te agotaba el saldo tocaba recurrir al asterisco 99. Así el que gastaba era quien recibía la llamada y no quien la hacía. Tengo un amigo que logró que me aprendiera su número de teléfono completo, porque tenía como un trastorno obsesivo compulsivo con el *99.

A veces te quedaban 15 centavos de (en paz descanse) CUC, lo imprescindible para poder timbrar o enviar un SMS, y te llamaban con dicha combinación del asterisco y para tus adentros decías: «esto lo va a contestar tu señora madre»; y si después te daba un ataque de nostalgia y no podías dar con ella por tu gracia…

Durante mucho tiempo la Internet fue, como los celulares, parte de un futuro al que no pertenecía Cuba.

Espérense, que ahora en el chat pone «escribiendo». Por fin se dignará a responder.

(…)

Bueno…. han pasado como siete minutos y aún no llega ningún mensaje. Creo que redacta el cuarto tomo de El Capital o un compendio acerca de la telefonía en la Isla en los últimos 20 años. Mientras él termina de organizar sus ideas, yo seguiré con mis disquisiciones.

La primera vía para poder navegar en la web más o menos masiva fueron las wifis que instalaron en parques y plazas públicas. Un día juro que en el Parque de la Libertad observé cómo le cantaban felicidades a través de IMO con un cake un grupo de personas a un familiar que vivía «afuera», afuera de mis costas y dientes de perro, afuera de la casa cuya puerta está en el centro de mi pecho.

En esos tiempos los parques en la noche se repletaban de personas de toda ralea y condición. Todo un país se podía acomodar en un banco, uno encima del otro, uno debajo del otro. Nadie quería perderse esa limosna de futuro.

Después arribaron los datos móviles. Ahí estabas tú, al fin, después de esperarlo por años, de teorizar por qué no liberaban la Internet con todas las carnes del mundo, con todo el relato que conforma la humanidad en tu bolsillo. Creo que sin ella no hubiéramos podido sobrevivir a esa intensa soledad a la que nos obligó la covid-19.

Con su llegada aparecieron nuevos oficios, nuevos términos, nuevas tribus urbanas: ghosting, los durakos, los influencers que te enseñan a cocinar una pizza cubana de las que debes pedir dos papelitos para no quemarte los dedos y siempre chorrean grasa por las esquinas.

Me percato de que ahora casi nunca se usa el teléfono fijo. A mi casa nadie llama por mí. Sé que cuando suene el inalámbrico no será para mí. En vez de ello me enviarán un wasap con un «Qué vuelta?», «Estás para hacer algo hoy?». No soy de los que reniegan del progreso, pero sí me choca un poco cómo la historia cambia y nos cambia a nosotros en el proceso.

«Compadre, el pan nuestro de todos los días está perdido», me escribe él después de dos semanas; pero realmente eso no me interesa ahora mismo. Mis pensamientos me sumieron en cierta depresión, quizá porque me siento un poco desfasado. «Asere, te has dado cuenta de que Cuba parece el auricular de un teléfono fijo?»; aunque los años se suceden, uno cree que seguimos en el mismo lugar, extrañando un tiempo que no fue mejor, pero nos engañamos y nos decimos que sí. Él solo se desconectó. No me regaló siquiera sus palomas azules cuando más las necesitaba.

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