La insoportable levedad de la covid 19. Ilustración: Dyan Barceló
Sabes en ese momento en que te sumerges en la piscina y abres los ojos. Entonces, los que te rodean parecen que se mueven en cámara lenta. Las personas, aunque se hallen cercanas a ti, por el agua que es silenciador y que te escoce los ojos, se te antojan lejanas, como si no pudieras alcanzarlas sin importar cuanto bracees y si pides ayuda el grito muere en una burbuja. Así imagino yo, al paso del tiempo, el periodo de la pandemia.
Además, aseguran que el sentido más relacionado con la memoria resulta el olfato. La Covid me huele a eso, a piscina, a cloro superlativo. Éramos prisioneros en una gran pecera. La realidad estaba allá afuera, casi lucía como si fuese posible tocarla, pero nos lo impedía un muro de cristal y ello provocaba el peor de los sentimientos: la impotencia.
Recuerdo que la misma noche en que diagnosticaron el primer caso positivo de covid en Cuba por Sancti Spíritus, yo estaba en una función de teatro en La Habana, «Hierro» de Argos Teatro. La obra recogía parte de la vida de Martí. El Apóstol discursaba sobre la libertad, lo que era o lo que debía ser, y yo con unos deseos horribles de toser. Me aguanté las ganas, porque todos en esos primeros momentos andaban asustados con el contagio. El enemigo, fácilmente, podía ser el prójimo y el más mínimo espasmo podía conducir al pánico y a la excomulgación.
Ahí entendí que la libertad, la misma a la que se refería Martí en su monólogo, también posee matices y que a veces, incluso, cuando nos restringen lo nimio nos arrancan pedazos. Ello lo comprendí mejor cuando el uso del nasobuco se hizo obligatorio y poder observar una boca al descubierto se transformó en casi un acto erótico. A veces agarraba por sitios desolados de la ciudad para recordar lo que era caminar sin sentir mi aliento rebotar con la tela y regresar a mi, como escribí antes: eran nimios momentos de libertad que se gestionaba uno mismo.
También lo sentí cuando se emitieron las órdenes de aislamiento y la casa se transformó en piscina, se convirtió en pecera. Le cogí roña a mis libros y a mis perros y a la foto que mi madre me tomó con quince años. Siempre estaban en el mismo sitio. Me provocaban la pesadez de la inmovilidad a toda costa.
Yo salí ileso de ese período. Nunca me contaminé; pero a otros la suerte no los acompañó de la misma manera. Sufrieron la muerte lenta de la covid. De qué otra manera llamar cuando te privan del olfato y del gusto, como si te arrancaran pedazos de mundo de ti, e , incluso, hay quien le arrancaron el mundo por completo.
Esos últimos son los que no sobrevivieron, los que solo la familia los veló, porque los funerales también contaban como reuniones públicas. Los que los enterraron en silencio y ,quisieras o no, te trancaste en tu hogar a llorarlos con tus libros, tus perros y aquel retrato de cuando tenías quince años.
Hubo momentos difíciles, entre ellos cuando los hospitales colapsaron y de tantos pacientes y sin lugar donde colocarlos pensabas que en un punto verías piernas y brazos sobresalir por las ventanas y el edificio luciría como una extraña medusa o pepino de mar. Existieron otros días en que no querías saber de Durán, porque te parecía ridículo que el dolor y la desesperación se contabilizaran en cifras y estadísticas.
Lo otro terrible resulta que redimensionó las distancias. La covid violó el sistema métrico internacional. Un kilómetro no era un kilómetro, sino el infinito de donde los hombres cohetes no regresan y un minuto, el chicle que masticas y masticas, aunque haya perdido el sabor y la consistencia.
Yo, realmente, en algún punto creí que no sobrepasaríamos la pandemia y nos quedaríamos ahí, chapoteando al igual que un niño con flotadores y el cloro como una verdad definitiva, como el azufre que cuentan que el diablo deja a su paso.
Sin embargo, como escribiera un novelista checo, los hechos no se repiten en bucle y la vida posee esa levedad de que a poco lo más terrible queda atrás, como las ciudades más grandes cuando te alejas de ellas por carretera.
No obstante, aún cargamos con la insoportable levedad de la covid, con sus secuelas: los que aún despiertan en la madrugada con sensación de ahogamiento, como si durante el sueño el ángel de la muerte intentara asfixiarlos con una almohada, con ese sobresalto de que cuando cierras los ojos te sumerges en una piscina en que todos a tu alrededor se mueven en cámara lenta.
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