Memoria erótica de Matanzas. Imagen generada por Inteligencia Artificial
No, la memoria del título no es la que aparece recogida en poemarios o lienzos de matanceros ilustres. Es la del cemento sudado por una espalda que lo embiste y transeúntes que enmudecen de reojo, la de pintalabios olvidados sobre cornisas a pie de calle y amaneceres que concentran el color del pecado cometido horas antes.
Cuando Carilda se acostó con “un hombre y su sombra”, quizá las constelaciones nada sabían del caso por estar envueltos los amantes “en dios y sábana”, al amparo de un techo. Hoy prefiero escribir de los que no, de quienes las estrellas son testigos cuando juntos enfrentan la soledad desamparada, en cualquier latitud de esta ciudad.
Nunca lo había pensado al intercambiar sobre estos temas con mis confidentes locales y coetáneos, pero, incluso a años luz del Heredia matancerizado y “la novela de su vida”, somos dignos de herederos de la vena erótica que diseccionó nuestra eterna novia de la calzada de Tirry.
Historias hay tantas, y recuerdos, y mentiras imposibles de contrastar, y confesiones inconfesables, como para sonrojar el asfalto que pisamos día a día. La entrada de un edificio, el enclave que menos vulgar te pareció en tu prisa, la orilla de Varadero por donde menos turistas pasan, el Viaducto cuando lo confundiste con el jardín de las delicias…
Acaso sin estar enamorados, qué diría Carilda, los matanceros conocen cada esquina y recoveco posible y cómo sacarles provecho, en la matanza mutua de lo consentido. Y si no, se aprende mientras tierna sea la noche. A lo mejor él carece de orientación estratégica para dos y, en cambio, ella no. O al revés.
Los destinos, cuando visten de salir, cuando huelen a una mezcla de perfume y cerveza, son tan desviables como tentador puede ser el susurro de una invitación a lo oscuro. No importa cuál de los dos la haga. El deseo, el verdadero deseo, entiende de iniciativa más que de iniciador.
Y esa no es hora para recordar y soltar en voz alta que actúas por despecho, ni para impresionar con que estás haciendo un doctorado, que ganaste tal o más cuál cantidad hace poco, que en breve tiempo vas a coger un avión… Porque si de verdad haces honor a la memoria erótica que reproduces, no sientes esas cosas.
Lo que conviene a esas alturas es hacer silencio, pues el neoclasicismo que te cobija es demasiado sublime como para injuriarlo con una mala actuación o una vivencia desconcentrada. Algunos protocolos al aire libre funcionan mejor cuanto menos fanfarria se les pone.
En el fondo, aquí se sigue el mismo instinto tradicional de los venecianos y los parisinos, de los que han vivido en cualquier urbe fluvial y de trasfondo romántico. Los que a diario zapateamos entre puentes y fachadas antiquísimas parecemos destinados a continuarlo. Por cada recatado, hay un osado; por cada durmiente que ronca en su lecho, dos insomnes que jadean a la intemperie.
La principal diferencia es que en estas madrugadas no hay canto de gondoleros ni espejismos de la Eiffel: solo tañidos de un monótono trap y aleros incompletos cuya silueta se proyecta en la cuneta.
Cuando a la luz del sol pasamos por el lugar del crimen, del adorado crimen, las huellas intangibles de nuestro paso permanecen más intactas en la memoria que los letreros en el muro contra el que fuimos mitad de un abrazo clandestino.
Las ciudades como Matanzas se comportan muy dignamente durante el día. En la noche, con la complicidad de sus vivientes, se desordenan. Por cada aventura nocturna, al menos una vez habría que compartir el beso de rodillas que clamaba Carilda y posar nuestros labios sobre la acera, la hierba, la arena o la superficie azarosa que sostuvo nuestro rito.