Música para todos
Recientes noticias sobre la habilitación en Matanzas de un local idóneo para aficionados al pop coreano (los llamados K-popers) me hicieron pensar en lo poco que sé de dicha industria musical, entre otras cosas, además de alegrarme por los beneficiados con la iniciativa.
Sí, ¿por qué no alegrarme? Tengo un amigo o dos que se darían cabezazos contra una pared si leyeran esto, y probablemente crean que ahora soy defensor del tema, cuando de toda la vida me gustó otra música. Cegados por su animadversión, embebidos a su vez de trap y otras influencias extranjerizantes que tanto siguen, en el fondo me divierte pensar en sus reacciones.
Porque, ante todo, que no me guste el K-pop no significa que condene de antemano o estigmatice cuanta información relacionada con ello caiga en mis manos. La colonización cultural no siempre hay que tomársela en pie de guerra, o por lo menos así me parece a mí, que en mi esparcimiento bebo de un país u otro tanto en música como en cine o literatura.
Los propios fanáticos que conozco de esa industria, por lo que me han compartido, parecen muy conscientes de la dureza que esta conlleva en el plano personal de sus ídolos: las operaciones estéticas, los regímenes de ejercicios, la explotación de imagen, entre otros daños colaterales de base. Y esto no les impide, conocimientos aparte, ceder a lo sensorial y disfrutar de una música y un concepto de espectáculo que a ellos les funciona.
A ellos, repito. No tiene por qué funcionarnos a todos por igual, de hecho, es tan imposible eso como uniformizar el gusto de la gente en cualquier otro sentido. Creo que, desde el punto de vista del rechazo, el K-pop a veces choca en nuestra sociedad con el fogaje típico de los cubanos cuando nos erigimos en protesta viviente, a temperatura bien caldeada. Más allá de eso, puedo convivir en armonía. Y también con el rap y el trap y otras corrientes de las que no soy seguidor ni sintonizo cuando doy una fiesta en mi casa.
Por tanto, bajo ese principio básico de convivencia cultural no invasiva, respeto el espacio de cada manifestación. Hace unos días, sin ir más lejos, el rock resonaba en el suyo con el Festival Atenas Rock, con apoyo institucional. Pienso ahora en los mariachis, en la estupenda tradición que conllevan y su arraigo en la escena cubana. Vecinos de mar y poética, tan cotidianos al punto de cantar lo mismo en actividades comunitarias que en televisión nacional: ¿merecen el escepticismo ante su arte porque proviene de un país distinto?
Todo corresponde a un escenario concreto, por supuesto. No encuentro adecuadas las apropiaciones que en ocasiones noto, cuando se concibe una coreografía de K-pop o una ranchera como parte de un acto con matiz patriótico, donde no coincide lo que se celebra con lo que se promueve en ese número artístico. En esos casos, lamento la precariedad creativa de ese territorio que no me deja, pese al talento para el baile y el canto de sus niños y jóvenes, llevarme una impresión plena de sus valores culturales locales.
¿Quién sabe si, por caprichos generacionales, yo mismo hubiese sido K-poper de haber nacido un par de años después y cogido la fiebre en su momento? Algo así me pregunto siempre que una situación me lleva a dudar de mi inclinación entre esta clase de fenómenos.
Como respuesta, probablemente defendería mi deuda sentimental con la misma pasión que pondero, por ejemplo, el cine de Hollywood, esa industria babilónica que tantas alegrías me ha dado y obras maestras me ha mostrado. Y, a modo de nota personal, confieso que la música urbana latina me tiene un poco saturado como viandante de las calles yumurinas. No me incomodaría, para variar, captar un par de vibras surcoreanas cuando pase por frente a un bar.