Hace muchos años quise ser actriz de teatro. Sí, de teatro. Nada de cámaras ni de “Corten, repetimos” o agotadores rodajes de meses. Quería histrionismo sin intermediarios, con el público ahí, bien cerquita, y sus expresiones como medidor del éxito o fracaso sobre escena.
Del arte de las tablas admiraba la capacidad para atraparte de una vez y sin segundas oportunidades, de no requerir los grandes recursos tecnológicos ni escenográficos, solo voces bien proyectadas y lenguaje corporal como principal arma.
Me parecía de las artes la más completa, que las aunaba todas (las visuales, música, literatura…) y donde cada elemento influía en el desenlace y atractivo de la puesta, aunque la clave de la aceptación radicaba en qué tanto llegara a asombrar y emocionar el elenco protagónico.
En mi adolescencia me aventuré a ser la Nora de Henry Ibsen y la Adela de Lorca. Aprendí al dedillo cada línea de La marioneta, de Johnny Welch, creyéndola de la autoría de García Márquez, en tiempos en los que se rumoraba sobre una supuesta enfermedad del Gabo que le habría llevado a escribir el impactante texto. Usé maquillaje en exceso, aprendí libretos y recreé personajes en bibliotecas y pasillos de la vocacional Che Guevara. Hasta que un día me convencí de que no era lo suficientemente buena y me alejé de la actuación. Solo de la actuación, nunca del teatro.
Pasar de aficionada a público me hizo admirar más la manifestación. Entendí que los títeres también encantan a los adultos y que cada obra está cargada de valiosos mensajes, incluso si es infantil. Que un monólogo bien interpretado es tan genial como otro género, y si alguien tiene dudas que se dé un saltico por el Callejón de las Tradiciones, donde por estos días se va a presentar Ray Cruz.
Para la función no importa si es el escenario del Sauto o el portal de una vivienda en Hatos de Jicarita, si están los palcos llenos, si es teatro de arena o si solo dos amantes se animaron a asistir. Será igual la calidad de la entrega, porque no se trata de lugares ni multitudes, sino de sentires vividos y transmitidos.
Tantos miles de años después, este arte continúa apegado a sus orígenes. Aunque ya no se use para invocar espíritus divinos en rituales mágicos, sigue alimentando al hombre como en los mismísimos principios de la vida, esta vez enfocado más en el alma.
Tras bambalinas se tejen y se viven sueños. Benditos quienes sostienen el valor de subirse a escena sin dejarse vencer por sus miedos, los que se transforman en otros sin temer a roles ni a maquillajes. ¡Qué viva el teatro, y que viva hasta en la eternidad!
Tu papel de Nora, en la vocacional sigue vivo en mi corazón, así como ese amor por el teatro que un día nos unió, como tantas cosas, no sé si nuestro destino era ser grandes actrices, pero sí nos ibamos a divertir muchooo