Escalar postes con espuelas, revisar cables, bajar estructuras y equipos, maniobrar en la altura, alguna caída que por suerte terminó en un susto. ¿Por dónde podría empezar la historia de un liniero en Cuba?
Lo primero es que el salario da para sobrevivir, como la mayoría de los salarios en el país, pero el extra está en el peligro, en jugarse constantemente la vida buscando la luz, da lo mismo bajo el más intenso sol que bajo el chinchinear de la lluvia que molesta en el rostro.
Por encima de los siete metros, la gravedad te empuja hacia el suelo y hay que tener las cosas bien claras para alejar el miedo. Aun así, ese es solo el comienzo, en la cima hay que plantarle cara a la electricidad, a esa que bien te podría mandar de un tirón hacia el vacío con solo un movimiento en falso.
Cuánto amor por el trabajo se debe profesar para enfrentar semejante peligro, a riesgo de que nadie les agradezca y que lleguen al punto de volverse el rostro del apagón, porque, total, la luz se va. Quienes padecen de la oscuridad miran hacia arriba y terminan culpando al que le pone el pellejo al asunto, mientras hace un trabajo que no haría cualquiera.
Los linieros son los encargados de la instalación, el mantenimiento, la reparación y la conexión de las redes eléctricas de transmisión y distribución de energía. Este trabajo garantiza un servicio de primera necesidad para la sociedad y, ante una emergencia, cada minuto de espera se traduce en malestar, en infelicidad.
Todo aquel que se ponga en peligro por el bienestar de otros merece reconocimiento y que su profesión sea valorada. No le achaquemos los problemas que nos afectan a aquellos que día tras día ponen en peligro sus vidas para traernos luz.