El crimen lo propició, dicen, la madrugada. Y esa es una verdad relativa, porque otros se han cometido –antes y después– por las mismas manos e idéntico odio. Y todos –incluso el que ocurrió sobre el mediodía de Barbados– bajo la tiniebla de las mismas oscuridades que ha hecho tan larga, como hizo notar Fidel, «la historia de villanías y de crímenes de la reacción y de la contrarrevolución» contra Cuba.
Los ejecutores del traidor asalto a la base náutica en el litoral del este habanero «intentaban marchar al “paraíso del Norte” –denunció el Comandante en Jefe–, trataron de secuestrar una embarcación; pero ya tenían el deliberado propósito de matar, si fuera necesario, para conseguirlo (…), llegar a EE. UU., y acogerse a la Ley de Ajuste Cubano».
Desajustado el Ajuste, que no es mágico y sí macabro, tentó a siete delincuentes a cometer el asesinato, que otra vez puso al descubierto la entraña del norte revuelto y desnudó su cinismo, pues, como siempre, tan «preocupado» por Cuba, tampoco en esa ocasión el brutal «bondadoso» envió «ni un solo mensaje de conmiseración por los combatientes vilmente asesinados» –así lo dijo también nuestro máximo líder–; «extraño y paradójico comportamiento».
Pasados 32 años, el crimen de aquel 9 de enero, en la madrugada de Tarará, duele por alevoso. Porque Orosmán, Yuris, Rafael y Pérez Quintosa eran jóvenes todavía, cuando a traición fueron sorprendidos y maniatados, sin que les diera tiempo a defenderse, como sin duda habrían hecho.
Duele más, porque en sus mentes había sueños, metas que dejaron truncas las ráfagas asesinas estimuladas por el odio enfermizo del que no nos perdona que, con manos propias, hayamos tomado las riendas de nuestro camino.
Ya lo dijo Fidel: «Para los criminales hay un castigo mayor que ningún otro, cuando el crimen que pensaron convertir en arma para desalentar se convierte en energía para el pueblo, (…) nos sentimos crecidos, multiplicados e inspirados en su ejemplo».