Siempre que en la despensa de casa comienza a escasear el arroz y me veo obligado a desembolsar grandes sumas de dinero por dos libritas del demandado cereal, mi mente viaja hasta el año 2011, cuando con una camarita y muchas ganas de aventura visité los arrozales del Complejo Agroindustrial de Calimete.
Nunca he podido olvidar tal vastedad, donde la vista se perdía en el horizonte, incluso mucho más allá; próximo a los pantanos de la Ciénaga de Zapata, se divisaban los sembrados de arroz.
Un amigo residente de aquella zona me había avisado sobre la posible pérdida que se avecinaba ante el inminente pico de cosecha y la falta de previsión de los directivos de la empresa. Hacia allá me fui con el deseo de permanecer en el lugar durante varios días, para conocer a profundidad todo lo concerniente a la ricicultura, es decir, el cultivo de arroz, así como las prácticas y conocimientos de los campesinos que se dedican al desarrollo de la planta.
Recuerdo que lo primero que llamó mi atención fueron los tractores tirando de tres y hasta cuatro carreteras en forma de torva.
Mis expectativas eran inmensas, ya que por primera vez tendría la oportunidad de volar. Mi amigo había hecho algunas gestiones para que recorriera los campos de arroz en una avioneta de fumigación. Pero aquel anhelo quedó trunco de manera abrupta: el día anterior la nave había caído en medio de los sembrados por un desperfecto técnico.
Aunque me aseguraron que el piloto había salvado su vida, durante los días que allí permanecí no me abandonó esa especie de escalofrío que me sobrecogía el cuerpo al saberme vivo de milagro, porque mi primer paseo aéreo bien pudo ser el último.
El objetivo del viaje consistía en constatar con los campesinos los riesgos que representaba no contar con los recursos necesarios ante la cercanía de la campaña arrocera.
Recuerdo que el tramo inicial lo realizamos en moto, hasta que nos adentramos al plan arrocero y abordamos un tractor. Si bien mis ansias de conquistar el cielo se deshicieron estrepitosamente, al menos pude conducir un tractor por primera vez.
Mientras avanzaba por los caminos fangosos descubrí la belleza de esas plantaciones. El verde suave de las hojas se volvía dorado con la maduración de las espigas; aquellos campos con ambas tonalidades causaban un efecto muy llamativo a la vista.
Para mi asombro, también pude contemplar la zona en plena efervescencia cosechera. Unas modernas máquinas provenientes de Brasil recolectaban varias toneladas en muy breve tiempo. Luego se aproximaba a las carretas y un brazo movible expulsaba una gruesa cascada dorada para rellenar un vagón en apenas minutos.
En esas cosas pienso mientras camino la ciudad en busca del arroz perdido. Es entonces cuando retumban en mi mente las frases escuchadas a un veterano arrocero en dichas jornadas hace más de una década: “El arroz no tiene secreto, con el recurso en fecha, suficiente agua, fertilizante, herbicida, insecticidas para contrarrestar las plagas, tienes la producción garantizada”.
Aquel productor me confesó que los suelos cubanos eran tan ricos que donde quieras que lanzaras un puñado de arroz, si tenías recursos, nacía la planta, y que Cuba podía convertirse hasta en exportadora del cereal. No sé hasta qué punto tuviera razón, pero con el paso de los años importamos millones de toneladas de ese alimento básico en nuestra dieta. Pero al menos conservo las imágenes que logré captar en esos días lejanos con una cámara que desgraciadamente se me averió algún tiempo después. ¿Quién sabe si hoy fuera un mejor fotógrafo? Desde entonces, siempre que preciso comprar arroz resurge mi tristeza por lo que pudimos ser… y no alcanzamos.
Muy buen artículo el del CAI Arrocero de Caliente. Exitos